sábado, 25 de octubre de 2014

FÉTICHE

LA MASCOTA
Ladislas Starevich

 “Fétiche”/ aka “Fétiche mascotte”. Una producción de Ladislas Starevich para Gelma-Films. Escrita, fotografiada y dirigida por Ladislas Starevich. Música: Edouard Flament. ByN. 1934

 
Diversas variantes del nombre y apellidos del cineasta pueden encontrarse en los créditos de su filmografía: Wladislaw (con o sin “y”), Ladislav o Ladislas son los más habituales; y entre los apellidos, Starewictz, Starewitch, Starewicz, Starewich o Starevich. 

Entre los pioneros del arte cinematográfico, destaca como un gigante Ladislas Starevich por la imaginación y perfección técnica de sus películas, claramente inspiradoras de realizadores como Henry Selick, Tim Burton o Jan Svankmajer. Pese a la trascedencia de su obra, la figura de Starevich se ha visto injustamente olvidada por historiadores y aficionados debido quizás a la larga decadencia del último periodo de su filmografía, la desgraciada pérdida de muchas de las películas que realizó a caballo de Rusia, Polonia y Francia entre 1909 y 1922 y su feroz independencia creadora, al margen de grandes productoras o estudios, como único maestro artesano de un arte que él solo inventó y desarrolló hasta la aparición de Jiri Trnka en la década de los 40: las películas de marionetas, en las que alcanzó un alto grado de perfección por la expresividad de sus muñecos, el minucioso detallismo de los decorados y la complejidad de su puesta en escena, que le permitía incluir en sus películas secuencias con varias decenas de figuras animadas dotadas de movimiento independiente.

El protagonista animado de la película, el perro Fetiche, recibió el nombre de Duffy en los países anglosajones, donde también fue difundida la película en una versión mutilada conocida como “The Devils Ball” que eliminaba toda la subtrama sentimental, recreándose en las escenas más delirantemente surrealistas.

La Mascota fue realizada en 1933, durante uno de los periodos más fecundos y brillantes del relizador, tras finalizar la producción de “Le Romance de Renard”, el primer largometraje de animación francés (aunque diversas vicisitudes retrasaron su sonorización otros diez años). Y es considerada por Terry Gilliam, en su particular top ten del cine de animación, como la mejor película de stop motion de todos los tiempos (por encima de la otra obra maestra del realizador, “La venganza del cameraman”, 1912). En cualquier caso, “La Mascota” puede considerarse indudablemente como la película más representativa de este cineasta, no sólo por la perfección técnica de la animación y la expresividad de sus muñecos, sino porque combina los principales rasgos y características de su cine: el sentimentalismo victoriano facilón y con moralina, su sentido del humor negro (incluyendo insinuaciones algo subidas de tono: el mono que intenta seducir a la bailarina y la toquetea descaradamente), pero sobre todo su constante inventiva visual, más allá de las limitaciones presupuestarias y técnicas (el animador era prácticamente su propio equipo, y utilizaba como intérpretes de sus películas a su mujer y su hija), utilizando pantallas de proyección trasera y personas reales para que los muñecos interactuaran en un espacio real con actores de verdad.

Mientras termina de coser el muñeco que pretende regalar a su hija enferma, la madre vierte una lágrima que acaba cayendo en el corazón del perrito de trapo.

El argumento es el siguiente: en una pobre buhardilla que parece salida de uno de los relatos de Charles Dickens, una madre cose diversos juguetes de trapo mientras vela junto al lecho de su hija, gravemente enferma. La niña pide una naranja, pero La Madre, que adivinamos viuda y sin dinero, sin más medios que lo que recibe en su trabajo de costurera, cosiendo retales y restaurando muñecos, no puede permitirse comprarle fruta a La Hija, que acaba durmiéndose, vencida por la fiebre.

Cuando los humanos duermen o permanecen ausentes, los muñecos cobran vida. Y Fetiche, que es el nombre del perrito de trapo que acaba de coser la madre, conmovida por la miseria de la familia, decide salir a la calle en busca de una naranja con la que que alimentar a su famélica amita.

Fetiche se interna en los arrabales de la ciudad subido a un coche. La sensación de velocidad se consigue con la retroproyección de imágenes/ fotogramas rodados a baja velocidad desde un coche, y el movimiento de las orejas y el pelo del muñeco, con la especial atención al detalle que caracteriza toda la obra de Starevich

Las aventuras de Fetiche entre las calles de parís permiten a Starevich integrar en estas imágenes el cine de imagen real con el stop motion. El perro es colocado en un escaparate, y comprado y colgado de la ventana trasera de un coche. Tras escapar y hacer aguas menores entre los zapatos de un policía, Fetiche encuentra finalmente una naranja, que envuelve en un papel. Pero cae la noche, y con ella, despiertan ratas, espinas de pescado, esqueletos de pollo y juguetes rotos que se dirigen a El Cabaret del Diablo, adonde también recala Fetiche en su viaje de regreso a casa.

El diablo se forma junto al cementerio a partir del licor vertido de la botella de un borracho. Se crea una tormenta. El viento empuja el papel de los periódicos, y varios relámpagos iluminan la noche (creados mediante la luz de una lámpara, que Starevich mueve frente a la cámara aprovechando que la lenta velocidad de obturación impide que su imagen aparezca en pantalla)

Entre los clientes del cabaret, encontramos un navajero de parís, el típico “apache”, con su fulanita, una sexy bailarina.

El saxofonista inicia su actuación: a medida que sopla el instrumento o coge aire, el globo que hace de muñeco se hincha o deshincha

Las criaturas se divierten al ritmo de la música: más de cincuenta personajes, cada uno de ellos con reacciones, gestos y movimientos corporales independientes.

El mono traba conversación con la bailarina y se toma más de una liberalidad con ella. ¿Un nuevo “cliente”, quizás?...

Entre las criaturas de la noche, Fetiche encuentra también una antigua amiga: otro muñeco de trapo cosido por La Madre; una tigresa que le ayudará a escapar de sus perseguidores armada de garras y dientes.

Como pago por entrar al cabaret, el diablo reclama a Fetiche la naranja.

Una cohorte infernal persigue a Fetiche: muñecas descabezadas, trolls gordezuelos montados en cucharas, vegetales antropomórficos que surcan los aires a lomo de sartenes y cestas, esqueletos de gato montados sobre esqueletos de caballo que utilizan a modo de montura…

Tras resistir las tentaciones del diablo, Fetiche escapa del cabaret perseguido por todo tipo de criaturas. Tanto el baile como la persecución sirven de excusa a Starevich para introducir todo tipo de personajes grotescos, que reflejan tanto la imaginación del cineasta como su sentido del humor ligeramente perverso. En un raro momento, un esqueleto de gallina pone un huevo, de cuyo cascarón asoman la cabeza y las patas de un esqueleto de pollo. Entre los restantes personajes, se incluyen diversos vegetales (cebollas, zanahorias…) que persiguen a Fetiche armados con pertrechos de cocina. Otros dos personajes, a modo de brujas salidas de una pintura negra de Goya, montan en una cuchara que alza el vuelo.

El clímax del cortometraje.

Fetiche escapa de la turba de juguetes diabólicos y demonios que buscan su naranja, y consigue encontrar el camino de regreso al hogar. La Hija despierta de su sueño y descubre la naranja. Abre la boca y de un mordisco arranca un pedazo de fruta. Cuando La mMadre despierta, La Hija está recuperada.

¡Parece mentira que sólo un poquito de vitamina C baste para prevenir el escorbuto!

"La Mascota" es una obra de sorprendente perfección, como prácticamente toda la obra de Starevich. Su atención al detalle es sorprendente. Cada personaje está caracterizado de forma individual, y no hace falta sonido o diálogo para que adivinemos sus pensamientos. Las soluciones visuales siempre son ingeniosas, mezclando dioramas, retroproyecciones, imágenes en negativo, o bien jugando con la velocidad de la exposición, la velocidad de cámara... Puede decirse que Starevich fue -por encima de Emile Cohl- el verdadero creador de la Stop-Motion, que en sus manos alcanzó un nivel de calidad que no fue superado hasta "Pesadilla el día de Navidad" de Henry Sellick-Tim Burton (que también parece influida por esta película).

El cineasta, durante el rodaje de una de sus películas

"La Mascota" gozó de cierto éxito comercial más allá del mercado francés, lo que propició cuatro secuelas: “Fetiche prestidigitador” (Fétiche Prestidigitateur, 1934), “Fetiche se casa” (Fétiche se Marie, 1935), “Fetiche en viaje de luna de miel” (Fétiche en Voyage De Noces, 1936) y “Fetiche y las sirenas” (Fétiche Chez les Sirènes, 1937). Poco después tendría lugar el tardío estreno de “Le Romance de Renard”, ya mencionada, primer largometraje francés de animación, en el que invirtió 10 años de trabajo como diseñador artístico de una veintena de decorados y cerca de un centenar de guiñoles a escala real 1:1, y otros diez años para su sonorización. A partir del estreno de este largometraje, Starevich inició una lenta y prolongada decadencia hasta su muerte, en 1965, mientras rodaba su postrera e inacabada “Como el Perro y el Gato”.

“(La) obra (de Starevich) es absolutamente impresionante, surrealista, inventiva y extraordinaria, y abarca todo lo que Jan Svankmajer, Walerian Borowczyk y los hermanos Quay harían posteriormente... Aquí es donde todo comenzó.” (Terry Gilliam)

lunes, 20 de octubre de 2014

LAUGHTER

LAUGHTER
Harry d´Abbadie d´Arrast

“Laughter”. Una producción de Monta Bell para la Paramount Pictures.
Producción ejecutiva: Herman J. Mankiewicz. Dirección: Harry d'Abbadie d'Arrast.
Escrita por Donald Ogden Stewart, Harry d'Abbadie d'Arrast, y Herman J. Mankiewicz, basada en un argumento original de Douglas Z. Doty. Dirección de fotografía: George J. Folsey. Montaje: Helene Turner. Música: Vernon Duke. Intérpretes: Fredric March, Nancy Carroll, Frank Morgan, Glen Anders, Diana Ellis.

La revolución del sonoro propició la contratación de una nueva generación de artistas. Entre ellos, dramaturgos y literatos para la escritura de los diálogos. Pero pronto se puso de manifiesto que las alocuciones teatrales no quedaban bien en pantalla, ni la falsa y pomposa retórica de la literatura popular decimonónica. El público aceptaba los diálogos callejeros y los personajes urbanitas. En suma, el sonido había alejado las películas de la estilización del cine mudo y lo había acercado más al documental. Se hizo evidente la necesidad de una nueva generación de guionistas que supieran utilizar el slang y jugaran con los diálogos indirectos (la gente no dice nunca directamente lo que quiere o lo que piensa), y que conocieran el lenguaje escénico pero sin dejarse contagiar por el exceso de retórica del teatro (porque la cámara debe suministrar esa información que en el teatro descansa en los diálogos). Herman J. Mankiewicz fue el pionero de esa generación de autores, que fueron atraídos por los cantos de sirena de Hollywood. Guionista y productor, llevó la supervisión de “Laughter”, que Monta Bell había encomendado a dos amigos comunes: el director vasco-francés Harry d´Ábbadie d´Arrast, y el guionista Donald Ogden Stewart (mejor conocido como DOS), que acababa de triunfar en Broadway en una doble vertiente, como autor de “Rebound” (adaptada al cine en 1931) y protagonista de la obra “Holiday” (con el personaje que luego interpretara Cary Grant en su adaptación cinematográfica: “Vivir para gozar”, 1938). Para aquellos familiarizados con la obra de DOS, resulta evidente que él es el verdadero autor de “Laughter”, independientemente de las autorías reflejadas en los créditos, pues se aprecia una unidad de espíritu entre la película y las obras de teatro reseñadas. En todas ellas existe un mismo mensaje que muchos años después popularizaría “El Club de los Poetas Muertos” (1986): CARPE DIEM, aprovecha el momento. Irónicamente, frente al mensaje inspirador que las articula, la sombra del suicidio sobrevuela el metraje de ambas películas.

Pese al nombre de la película, las risas y las lágrimas, la felicidad y la decepción, se dan mutuamente la mano.

En “Laughter”, igual que en las mencionadas “Holiday” o “Rebound”, un personaje del pasado reaparece para salvar al protagonista de la rutina y una vida infeliz. Y al igual que en estas obras, la ligereza de tono y la aparente superficialidad de determinadas situaciones se ve acompañado de un desarrollo decididamente ambiguo: las escenas aparentemente más frívolas están teñidas de un cierto hastío vital, y los momentos decididamente más dramáticos resultan liberadores. Hay dobles sentidos constantes, entremezclados con detalles de humor absurdo, que introducen una nota de levedad al drama y viceversa. Como diría la publicidad: “comedia con lágrimas” o “drama con risas”. Una mezcla habitual en estos primerísimos años del sonoro, donde es fácil advertir cierto desequilibrios en el ritmo y tono de las películas que uno no sabe si atribuir a que los códigos cinematográficos de determinados géneros estaban aún poco consolidados, o bien a la situación social del momento: esos locos años 20, que surgieron como reacción a la I Guerra mundial pero que ahora, tras el crack del 29 y la corrupción que campaba a sus anchas, empezaban a hacerse sentir como una gigantesca resaca tras un breve periodo de sueño.

El marido cornudo, Frank Morgan, sorprende al mayordomo tocando el piano junto al antiguo amante de su esposa, Fredric March, molesto porque nadie se ha molestado en afinar el instrumento.

El argumento de “Laughter” parece descansar en el consabido triángulo amoroso entre la esposa (Peggy, antigua corista ahora reconvertida en mujer florero), el marido (C. Mortimer Gibson, un milonario desconcertado que únicamente sabe hacer dinero), y el exnovio de aquella (Paul, un artista bohemio y sin un céntimo, pero que consigue hacerla reír). Sin embargo, el conflicto amoroso nunca llega a producirse, pues el personaje interpretado por Nancy Carroll es sólo una de las preocupaciones de Gibson y no necesariamente la más importante. Los celos del millonario son manifiestos, y su incomodad, evidente, pero ni uno ni otro son tan intensos como su sentido del decoro: más que la (in)fidelidad de su esposa, le preocupa que mantenga sus aventuras extramaritales con discreción, lejos de los titulares de los periódicos.

El reencuentro entre Peggy y Paul tiene lugar sin recriminaciones ni dudas. Siguen manteniendo la misma complicidad y atracción de antaño. Cada uno tomó sus propias decisiones de buena fé, así que ¿para qué molestarse por algo que sucedió en el pasado? (…) A distancia, Gibson (Frank Morgan) los vigila, malencarado y secretamente envidioso. Posiblemente sienta algo por Peggy, algo parecido al amor, pero ignora cómo demostrárselo. Todo lo que conoce de la vida se limita a hacer dinero, y su despacho es el único refugio en el que poder sentirse seguro.

La aparición del personaje de Fredric March (Paul) es seguida del regreso de la hija de Gibson a la ciudad. Marjorie es la niña de papá, fruto de un matrimonio anterior del que no sabremos nada; y tan atolondrada, impulsiva y llena de vida como Peggy, con la que tiene una relación más fraternal que de madre e hija. Tras escuchar a Paul al piano, le pregunta por una canción. Paul conoce la letra e inicia la melodía. Al ritmo de la música, las dos jóvenes arrancan a bailar con abandono, al ritmo del jazz. Es una escena catártica que transforma lo que parecía un melodrama desconcertante y algo inane en una obra atronadoramente moderna y felizmente anárquica, que Pauline Kael considera “uno de los momentos más bellos, más felices en las películas de este período". Es una escena jovial, alegre y de gran sensualidad, que ayuda a caracterizar al personaje de Peggy como apenas una adolescente que ha permitido que le cortaran las alas a cambio de un sentimiento de engañosa seguridad.


 

 El conflicto dramático no es externo a Peggy, sino interno: no existe ningún debate entre dos pretendientes. Peggy tiene que decidir únicamente qué prefiere: si la estabilidad económica y el aburrimiento, o la felicidad sentimental y el riesgo. Una decisión en principio fácil, pues sus presuntos escándalos y amistades bohemias no son sino la callada desesperación por salir de la rutina. La reaparición de Paul supone el cumplimiento de una oración cuyo favor ha sido largamente aplazado. Nuestra protagonista tenía claro que su matrimonio con Gibson era un error desde un principio. Necesitaba volver a sentirse joven.

Las pulseras de Cartier se identifican con las esposas de la policía. Peggy está atrapada en un matrimonio sin amor.

¿Cuál es entonces el conflicto dramático que articula el film?... Entendemos que la historia romántica que se desarrolla en paralelo entre Marjorie y Ralph Le Sainte (Glenn Anders), antiguo pretendiente de Peggy. Un escultor misterioso de tendencias autodestructivas que pondrá en riesgo su vida y la de la propia Marjorie al iniciar con ella un romance sin salida: Marjorie sigue siendo apenas una niña, una inconsciente, y el escultor la utiliza para hacer daño a Peggy. En cierto modo, esta historia es como un reverso negativo del romance que Peggy tuvo con Paul, y el reflejo de lo que podría pasar si la fortuna les da la espalda. La vida bohemia carece de glamour; la inseguridad económica es una amenaza constante que afecta a las relaciones sentimentales; los artistas tienen sus neuras y obsesiones; y la despreocupación de la juventud, que a menudo confundimos con el joie de vivre (la alegría de vivir), no es más una muestra de irresponsabilidad que puede tener consecuencias de futuro.

Aunque la película se posiciona claramente a favor de la postura representada por Paul no peca en absoluto de ingenuidad. La búsqueda de la felicidad puede tener muchas aristas.

La atracción por el peligro atrae a la casquivana Marjorie, impaciente por provocar a su padre y llamar su atención. Le Sainte, indiferente al principio, parece sucumbir a los encantos de la adolescente. Aunque bien pudiera ser que pretenda utilizar a Marjorie para vengarse del desdén de Peggy, de quien también estuvo enamorado.

Todo el segundo acto de Laughter es una delicia de principio y fin. E incluye las escenas más hilarantes y recordadas del film.

En una de ellas, Gibson, tras ganar 8.450.000 de dólares considera que ha cumplido una excelente jornada de trabajo .Pero tras buscar a su esposa y su hija por toda la casa, descubre que la única persona presente para compartir su satisfacción es su secretario masculino, a quien ofrece como recompensa una máquina de escribir. Al final de lo que suponemos un día solitario, el mayordomo es interpelado: <No cree, Bentham que ganar 8,450.000 $ dólares puede considerarse fruto de un buen día de trabajo?> A lo que Bentham responde imperturbable. <Sí señor. Muy bien, señor. ¿Desea alguna otra cosa?>. Para finalmente retirarse a sus aposentos.

Las otras dos más famosas tienen lugar durante una escapada de Paul y Peggy al campo. Se ven sorprendidos por una lluvia torrencial, que les obliga a buscar refugio en una casa vacía. Solos en el inmenso caserón, juegan despreocupados, arrastrándose por el suelo, enfundados en un par de pieles de oso que hacían las veces de alfombra.

Urrrrrrrrr… Que te como

“La ironía, la fineza, la ambivalencia, cualidades todas tan caras a sus autores dejan paso de pronto y sin previo aviso al juego infantil, al despropósito visual, y casi casi a la gamberrada. La pareja principal arrambla con sendas pieles de oso, se envuelve con ellas y juega a perseguirse, a comer y a amarse, como si el hogar pequeño burgués donde ambos se mueven fuese la selva o, al menos, un zoo particular. En ciertos momentos, incluso, como ya se ha dicho, los rugidos –los bramidos, como sería más propio decir puesto que así es, según la Academia, como hablan esas fieras- sustituyen al diálogo, y con buen resultado, además.” (...) “El diálogo queda casi reducido a la condición de <ruido>, gracioso y ejemplarmente quintaesenciado, propio de los personajes y de la situación en que estos se encuentran. (A veces nuestra metáfora deja de serlo, porque la pareja central se viste con pieles de oso y recurren a berridos para expresarse mejor). Escuchar en tales circunstancias se convierte en pura delicia, tan cinematográfica como la imagen silenciosa del periodo anterior.” (cita del excelente libro “Caballero d´Arrast” de José Luis Borau, editado en 1992 por la Filmoteca Española.)

A la mañana siguiente, toman tranquilamente el desayuno sin preocuparse del allanamiento de morada. La policía ha recibido el aviso de los vecinos y se presenta en la casa. Peggy y Paul, mientras tanto, han decidido actuar como si fueran sus verdaderos dueños, el señor y la señora Higgenbottom, pero variando los roles: él interpretará a la esposa y ella al marido.

Peggy es devuelta a los brazos de su esposo. El poder se antepone a la justicia. Los detenidos son liberados sin mayores trámites ni cortapisas. Gibson impone su dinero, que no su autoridad, pues carece de ella. Y Peggy se ve enfrentada a un doble dilema: renunciar a Paul y actuar como la madre que se supone debía ser con Marjorie, rompiendo sus ensueños de felicidad con Le Sainte. Siguiendo a Cabrera Infante, otro admirador de la película, la mezcla de esta doble línea argumental, consistente en un melodrama doméstico con elementos humorísticos y una comedia de tintes dramáticos, es la que nos lleva a la conclusión de que el dinero no crea felicidad, solamente crea más dinero. Una conclusión que es paradójicamente puesta en duda a lo largo del tercer acto, que incluye diversos giros dramáticos puntuados de momentos de humor absurdo, que nos hacen replantear una y otra vez nuestras anteriores convicciones. (Y con ellas, las de los protagonistas.)

Gibson es el anfitrión de una multitudinaria fiesta de disfraces, donde se disfrazará de Napoleón. Su disfraz manipula reyes y ministros, pero él se muestra incapaz de controlar a su familia.

Durante una deliciosa fiesta de disfraces, Marjorie y Peggy son abordadas por sus amantes. Le Saint propone a Marjorie huir a Francia, a París, la ciudad del amor, el lugar donde los principales personajes de la película se plantean huir en un momento u otro de la trama para escapar de una realidad que se les antoja vana y sin horizontes. Por su parte, Peggy se enfrente a su doble dilema de una forma dramática. Paul abandona Estado Unidos pero le pide que renuncia a su matrimonio de conveniencia por una vida de inseguridad. Su marido, por otra parte, la conmina a cumplir sus obligaciones: Gibson es capaz de perdonar sus dislates, la diferencia de edad le permite estas pequeñas liberalidades; pero nunca a costa de Marjorie, cuya felicidad es lo que más aprecia en este mundo… aparte de sus negocios.

<Toda tu vida es falsa. Vives una vida muerta, horrible. En nada de lo que haces estás tu misma. No puedes vivir así. No lo dispuso así Dios. Te mueres. Por falta de cariño y risas.>

En la conclusión del film, Peggy se apropia de una pistola para ver a Le Sainte. No permitirá que arrastre a su hijastra/ amiga a una vida de desesperación. Es quizás la decisión menos egoísta que ha tomado en su vida; aunque siempre nos quedará la duda de si su actitud no tiene otra razón de ser que servir de contrapartida a su soñada fuga con Paul. Peggy escapa de la fiesta para enfrentarse al escultor, al que reprocha servirse de Marjorie únicamente por despecho. Las recriminaciones suben de nivel hasta concluir en un disparo en off. Los vecinos y la policía rodean el apartamento; ¡se ha cometido un crimen! Como es habitual en la película, el climax dramático es escamoteado por un cambio de tono en la narración; pero la conclusión de la secuencia ofrece una coda humorística que contradice el dramatismo de la acción: uno de los vecinos abre la ventana aparentemente curioso, y tras echar un vistazo a la muchedumbre que se arremolina alrededor del edificio, decide cerrar los postigos para que el jaleo no le impida dormir. La vida sigue, parece decir, y el argumento de la película carece de mayor trascendencia salvo para sus protagonistas.

Otra de estas maravillosas codas tiene lugar en la siguiente escena del film. El crimen es en verdad un suicidio, pero Marjorie y Peggy, la hija y la esposa de Gibson están fatalmente involucradas en el escándalo. Los periodistas rodean a Gibson, que se enfrenta solícito y amable a los mismos, aceptando que le hagan unas fotografías para los titulares. El millonario, aún embutido en su traje de Napoleón, sostiene una copa de champán, pero su gesto falsamente cordial alumbra una sombra de súbita decepción. ¿Qué hace allí?, parece decirse. Inmediatamente, interrumpe a los periodistas: <un momento, por favor>. Deja la copa sobre la mesa y hace ademán de querer sacarse algo del chaleco (¿un memorándum?, ¿una pistola?...). en su lugar, adopta la típica postura napoleónica, con la mano escondida en el chaleco, y sonríe una vez más a la prensa. La publicidad se impone al drama.

Un final ¿feliz?

Un nuevo doble final nos permite contemplar a Gibson, de nuevo solo, mirando los teletipos que le anuncian nuevos beneficios en bolsa (a fin de cuentas no es más que un pobre hombre), mientras Paul y Peggy desayunan en un café de París (Peggy ha sido liberada de su compromiso matrimonial y sacrificada por Gibson, cuyo buen nombre no puede ser puesto en cuestión por los chismes de los periódicos y los cotilleos de la “buena sociedad”). La pareja, que acaba de contraer matrimonio, se arrulla enamorada en la terraza del café; entre besos y tiernas miradas cómplices, planean componer música juntos y hacer el amor (aunque no necesariamente por ese orden) cuando la mirada de Peggy se dirige a la muñeca de una mujer, cubierta hilera tras hilera de brillantes pulseras de diamantes. Tras cruzar una mirada con Paul, que también se ha percibido del brillo de las joyas y de la atracción de Peggy, le contesta entre risas <yo no dije nada> antes de volver a besarle. Aunque el amor y la diversión han unido a la pareja, no parece que el matrimonio vaya a durar para siempre.

“Si no fuera por una resaca de tristeza que se filtra a través de todos los niveles de la película, “Laughter”  podría considerarse una screwball comedy. Posee un inequívoco valor histórico como  un precursor temprano al género.” (Sacado de la página web “FirstImpressions. Notes on Films and Culture”, artículo de José Arroyo.)

Si a Ogden Stewart hay que atribuir la estructura y la moraleja del guion, y a Mankiewicz las escenas de humor absurdo, corresponde a d´Arrast estos constantes y fluctuantes cambios de tono, que se producen gracias a introducir los referidos momentos de humor como coda a los momentos más dramáticos y a la inversa. Siguiendo de nuevo a cabrera Infante, podríamos decir que d´Arrast “era en realidad un rebelde en busca de una causa en la que no creer. No era un cínico sino un escéptico. Es decir un elegante sin ilusiones.”

El peculiar encanto de la película se mantiene tan fresco como en su estreno, pese a los defectos técnicos propios del primer cine sonoro (fotografía plana y sin matices; planos medios con los actores de perfil, intentando dirigir la voz hacia los micrófonos, cierto estatismo escénico, algunas transiciones y elipsis secas, muy bruscas…). Y los cinéfilos encontrarán muchos motivos de diversión: los decorados art decó, la deslumbrante joyería de Cartier, la banda sonora no acredita del gran Vernon Duke, e incluso una breve aparición de un secundario habitual de las películas de Astaire y Rogers, el actor Eric Blore, aquí burbujeante y amanerado, disfrazado de un peculiar ángel en la escena de la fiesta de disfraces.
“Lo mejor es Reir” fue la versión hispana de “Laughter”. Se introdujeron cuatro números musicales y se cambiaron algunas escenas para hacerla más atractiva al público de habla hispana. De todas las versiones hispanas del periodo, esta es la adaptación más libre de una película de Hollywood.


El director Harry (Henri) dÁbbadie d´Arrast comenzó como asesor y ayudante de dirección de Charles Chaplin, del que pronto se distanció. Tenía al parecer una personalidad altiva y distante. Un petulante que actuaba frente a los productores con arrogancia y desprecio. Tuvo enfrentamientos con Goldwin y Zuckor (este último, uno de los pioneros de Hollywood; todo un caballero según Budd Shulzberg), lo que terminó por conducirle fuera de la industria.

Aristócrata, ingeniero, director, guionista, inventor, recordman de velocidad... Henrie d´Abadie d´Arrast (en Estados Unidos rebautizado como Harry) es, en palabras de Gabriel Cabrera Infante, una de las minúsculas notas al pie de la historia del cine; “asteriscos hechos de polvo de estrellas y capítulos decapitados.”

De 1927 a 1934, completó ocho películas. Dijo Herman Weinberg, historiador y amante del cine, del octeto de D' Arrast: “Fueron ocho de las más deliciosas películas jamás hechas” y casi todas han desaparecido. (...) Entre ellas, cabe destacar la notable y desconocida “Un Caballero de París” con Adolphe Menjou, en clara referencia a “Una mujer de parís” de Chaplin (el primer título en el que partició d´Arrast en funciones de asesor, y que también protagonizara Menjou). Pero el mentor de d´Arrast (y también del productor de esta película, el igualmente notable y olvidado Monta Bell) no era Chaplin, sino Lubitsch, cuyo peculiar “toque” imitó, no tanto con vocación humorística sino con la intención de provocar un contrapunto irónico frente a la narración, o bien con la finalidad de aderezar la acción con texturas, consecuencia de introducir un cambio sorpresivo del punto de vista de los protagonistas por el de un tercer personaje.

La última de sus películas fue una ambiciosa adaptación de “El Sombrero de Tres Picos” de Falla, realizada en España. Su fracaso provocó la pronta despedida de d´Arrast del mundo del cine.


Los negativos de “La Pícara Molinera” se quemaron en un incendio en los archivos de la Filmoteca española.

“Laughter” fue la película favorita de sus guionistas y actores. Una de las pocas que Fredric March conservaba en su archivo personal. Fue nominada a un oscar al mejor guion (que perdió frente a La Patrulla del Amanecer, de Howard hawks, con guion entre otros del entonces popular John Monk Saunders, también guionista de The Last Flight, a la que dedicamos otro artículo en el blog). Aunque poco o nada conocida hoy en día, “Laughter” es por muchas razones un título fundamental de estos primeros años del cine sonoro:

“En 1930 abrió barreras a costa de talento y originalidad, y sólo por eso ya puede ser considerado un hito en la historia del cine. Otras películas vinieron después en los años treinta que eran sólo derivaciones y en algunos casos, plagios descarados del espíritu y estilo de “Laughter”. Hay que verla hoy tratando de comprender la carga de frescura y de novedad con que apareció en su momento, olvidándonos, si podemos de las imitaciones que la siguieron, algunas de las cuales, por otra parte, resultaron muy afortunadas” (“The Films of Fredric March”, J. Quirk)


lunes, 13 de octubre de 2014

FURIA

FURIA
Fritz lang


“FURY”. Una producción de Joseph L. Mankiewicz para la metro Goldwin Mayer. Dirección: Fritz Lang. Guion: Bartlett Cormacky y Fritz Lang, sobre un argumento original de Norman Krasna. Fotografía: Joseph Ruttenberg. Montaje: Frank Sullivan Dirección artística: Cedric Gibbons. Música: Franz Waxman. Interpretada por Sylvia Sidney, Spencer Tracy, Walter Abel, Bruce Cabot, Edward Ellis, Walter Brennan, Frank  Albertson, George Walcott. 94 ms, ByN.

Furia es el primer film americano de Fritz Lang. Un estudio implacable de la violencia de las masas, inspirado en un caso real: el secuestro en San José (California) de Brooke Hart, que finalizó con el linchamiento de dos de sus presuntos captores por la multitud. Los acusados del linchamiento fueron finalmente absueltos en el juicio pese a las evidencias en contra.

<En los últimos 49 años, las turbas han linchado 6010 seres humanos… En esta orgullosa tierra nuestra se produce un linchamiento cada tres días. Sólo 765 sospechosos fueron llevados a juicio y ninguno fue declarado culpable.>

Norman Krasna vendió a Joseph Leo Mankiewicz la idea original del film; el guionista no escribió una sola palabra del tratamiento (que se atribuye al propio Mankiewicz) ni tampoco del guion final, pero recibió una nominación al óscar (la única que recibió la película) por el mejor argumento original. Al parecer, en el contrato ya se preveía como contraprestación el respaldo de la productora a esta nominación.

En principio, Mankiewicz quiso que esta película fuera su debut como realizador, pero Louis B. Mayer vetó esta posibilidad aunque le mantuvo a la cabeza de la producción. El jefe del estudio no veía con buenos ojos que sus guionistas y productores pretendieran hacerse cargo de la dirección de las películas. En un sistema tan fuertemente compartimentado como era el de Estudios, esa posibilidad era contemplada con suspicacia. Casi todos los grandes directores de Hollywood evitaban definirse a sí mismos como artistas, sino como profesionales, a fin de evitar el ostracismo de las productoras: las películas eran productos que debían realizarse ajustándose a un plan de rodaje y un presupuesto muy estricto, y con una finalidad eminentemente comercial, sin salirse de las directrices marcadas por el Estudio. Las pretensiones artísticas se consideraban a priori anticomerciales y los artistas considerados como personas de escasa confianza. Los librepensadores eran peligrosos, y los genios como Von Stroheim u Orson Welles, el tipo de empleados de los que convenía deshacerse: indómitos y autoritarios, podían llegar a suponer la ruina de un gran estudio. En contrapartida, el talento era reconocido, y si un director era considerado apropiado para un proyecto en concreto, se le apoyaba desde la jefatura de producción sin ambages

En palabras de Fritz Lang: “Antes, se luchaba para que una película fuera rentable. Hoy, se pretende hacer negocio con las películas”. Una aparente paradoja, muy certera, que evidencia que el cine siempre fue una industria, sí, pero que en el sistema de estudios de Hollywood, el cine tenía ante todo que ser cine.

Fritz Lang llega desde Francia a Estados Unidos huyendo de la locura nazi y con varios proyectos bajo el brazo: “Hell Afloat”  (escrito durante el viaje en barco) “The Man Behind You”, “The Journey,”, “Passport to Hell” y “Tell No Tales”, ninguno de los cuales llegó a materializarse debido al rechazo del Departamento de Selección de Guiones (y en particular, del productor David O´Selznick, tal y como comenta Patrick McGilligan en su libro “Fritz Lang: The Nature of the Beast”). En Alemania, Lang era el director más respetado de la industria, y una mera llamada telefónica bastaba para iniciar un proyecto; en Estados Unidos, en cambio, no era más que otro inmigrante, y era el Estudio el que le proponía la realización de los proyectos que se aprobaban en el comité de Empresa

Pero Lang también tenía la admiración de los productores más intelectuales de Hollywood,  y la MGM estaba dispuesta a probarle como realizador, ofreciéndole diversos proyectos para su estudio. Cuando el tratamiento de “Furia” llegó a las manos del realizador, este se entusiasmó con la propuesta. Lang  estaba fascinado por el fenómeno del gangsterismo y los efectos de la Gran Depresión, más aún, estaba familiarizado con el caso real que inspiró la historia original de Norman Krasna. Decidió que “Furia” era SU película, y se inmiscuyó en todos los aspectos de la producción para consternación de sus colaboradores, poco o nada habituados a los tiránicos métodos de trabajo del director.

Fritz Lang había terminado arquitectura antes de entrar a trabajar en la industria cinematográfica. Realizaba bocetos pormenorizados de los decorados, con instrucciones concretas, muy precisas, de los emplazamientos de cámara

El propio Fritz Lang se encargó de la redacción del libreto definitivo, colaborando primero con Leonard Paskins y finalmente con Bartlett Cormack, con quien volvería a trabajar en “Hangmen also Die” (1942). Si el retrato de la corrupción política y sus paralelismos pueden ser atribuidos a Lang, la decisiva aportación de Cormack, experiodista del Washington Post, parece centrarse su descripción corrosiva del comportamiento de los políticos y los mass media; estos últimos son retratados ambiguamente, criticando su amarillismo pero también su papel como garantes de la verdad. De hecho, muchos de los elementos incorporados al guion de “Furia” tienen su antecedente en la película de Lewis Milestone “The Racket (1928), una de las primeras producciones del millonario Howard Hugues, cuyo argumento, también obra del guionista Bartlett Cormack, versaba acerca de la cobardía de la sociedad y los políticos frente a la mafia

Mankiewicz exigió un cambio en el libreto: el protagonista, lejos de ser un abogado tal y como pretendía Lang, debía ser un tipo de la calle, un “donnadie” con el que pudiera identificarse el espectador. Otras alteraciones sobre el borrador del guion consistieron en eliminar la subtrama criminal que rodeaba al personaje del hermano del protagonista (era derivativa y despistaba la atención respecto del argumento central), y la subsiguiente ampliación del personaje de la novia, a fin de atraer al público femenino y potenciar el aspecto sentimental de la historia.

Joe y Katherine se separan frente a una tienda de muebles. En el escaparate, un dormitorio con una cama de matrimonio; el sueño de una vida en común.

La película se divide claramente en dos partes. En su primera mitad, meticulosamente desarrollada, el protagonista Joe Wilson plantea su futuro matrimonio con Katherine, su prometida. Nuestro protagonista decide empeñar todos sus ahorros en montar una gasolinera con sus hermanos, en parte para librarles de la influencia de un gangster local. Durante un largo año, las vidas de Joe y Katharine habrán de separarse hasta que consigan suficiente dinero para crear una familia. El punto de giro del primer acto deviene una vez ha transcurrido este año y Katharine viaja al oeste para contraer matrimonio. Joe planea recogerla, pero es detenido por las autoridades de un pequeño pueblo; al parecer se ha producido un secuestro y Joe, un extraño en la localidad, se muestra incapaz de dar una explicación satisfactoria sobre sus movimientos, pasando a ser sospechoso. Es imputado del delito y encerrado en la prisión local, pese a que las pruebas circunstanciales contra él son muy débiles (unos cacahuetes y un perro que recoge en la calle).

Una irónica dicotomía: <En este país, todo el mundo es inocente hasta que se demuestra su culpabilidad> señala el sheriff del condado. A lo que un miembro de la turba responde: <En este país no se permite que personas inocentes entren en la cárcel.> Ergo… si Joe Wilson está en la cárcel, eso indica que es culpable.

Pronto las noticias de su detención son difundidas entre los vecinos. Inicialmente, el tono es costumbrista  e incluye elementos de comedia, que contrastan con el dramatismo de los acontecimientos: un diálogo cómico en la barbería; la escena en que la imagen de las mujeres del pueblo, cotilleando, se asimila por sobreimpresión con otra de unas gallinas cluecas… El desarrollo de la acción se muestra de forma metódica y lenta al principio, adquiriendo un carácter cada vez más amenazante a medida que los ciudadanos se dejan llevar por los sentimientos en vez de la razón, y se transforman en una turba iracunda e irracional que pone cerco a la prisión.

El clímax de la primera parte culmina en esta larga secuencia del asalto a la cárcel, que coincide con la llegada de Katharine a la ciudad. Lang utiliza el montaje y la iluminación con gran eficacia, intercalando tomas generales con planos detalles de los rostros deformados de los asaltantes. Alternando tomas neutras de carácter pseudodoumental con puntos de vista subjetivos de Joe y Katharine. Planos, contraplanos; picados y contrapicados… La angustia y el terror de los amantes es enfrentada a la alegría y el fervor casi religioso que impulsa a la multitud. Igual que Katherine, el espectador asiste impotente e hipnotizado al linchamiento. La simpatía que nos ha inspirado Joe Wilson durante este primer segmento del film induce al espectador a experimentar un profundo sentimiento de indignación y ultraje moral. Lo que hemos presenciado no es una forma de justicia, sino una perversión de los ideales de la sociedad civilizada.

La irracionalidad de las masas es la misma que impulsa a los simpatizantes nazis a perseguir a los judíos en la Alemania Nazi. La plebe exige justicia y los gobernantes explotan la histeria colectiva en su propio beneficio.
  
Un punto de vista subjetivo desde la celda donde está encerrado Joe. Los ciudadanos rodean la prisión ante la anuencia de las autoridades e incendian el edificio.

En contrapicado, vemos cómo las llamas rodean al protagonista. Una imagen de pesadilla que no parece corresponderse con otra toma anterior, donde le hemos visto agazapado para protegerse del humo en el lado opuesto de la celda, abrazando a un perro indefenso en la esquina del encuadre.
  
En contraplano, el rostro demudado de Katharine. La imagen anterior se corresponde con su punto de vista y puede no ser real, sino imaginada.

La multitud hace explotar el edificio con dinamita. Con la prisión reducida a escombros, todos dan a Joe por muerto. La histeria de la masa, se desvanece.

La segunda parte del film tiene lugar tras la secuencia del lichamiento. Llegan noticias de que las autoridades han atrapado al verdadero culpable. El dolor y el resentimiento inundan a Katharine y los hermanos de Joe. Joe Wilson ha sido cruelmente asesinado sin motivos, y las fuerzas de seguridad apenas han hecho nada por impedirlo. Sin embargo, Joe ha sobrevivido al incendio. Pero el linchamiento le ha dejado cicatrices psicológicas que están profundamente arraigadas. Resentido y rabioso, convence a sus hermanos para poner en marcha un plan con el que hacer la justicia que a él se le ha negado. Decide permanecer oculto, sin comunicarle su supervivencia a Katherine, y dejar pruebas falsas que permitan incriminar a los respetables miembros de la comunidad que intentaron provocar su muerte

Esta segunda mitad no es tan apreciada por algunos críticos, que lamentan cómo la ficción va ganando terreno al realismo de la primera parte. Pero no cabe duda que es en este segmento donde el film alcanza toda su fuerza dramática. Donde se hace patente una sensibilidad más oscura, arraizada en parte en el expresionismo alemán y en parte en las propias experiencias de Fritz Lang en Alemania, durante el advenimiento del nazismo. La fotografía de “Furia” parece preludiar el estilizado tono visual de otras futuras películas de Lang (“La Mujer del Cuadro, “Perdición”, “El ministerio del Miedo”…), y el retrato que realiza del caos político y social puede considerarse un claro precedente de algunos de los temas más afines al cine negro de los años 40 y 50.

A contraluz, salido de la oscuridad, una figura sombría se yergue ante nosotros: Joe Wilson ha escapado de la muerte. Pero este espectro recién salido de la tumba ya no es el Joe Wilson que conocíamos, sino un espíritu ávido de venganza que exige saldar su deuda de sangre.

<Les voy a dar la posibilidad que a mí se me denegó. Obtendrán un juicio legal en un tribunal legal. Tendrán un juez legal y una defensa legal. Obtendrán una sentencia legal… y una muerte legal.>

La escena cumbre de la película tiene lugar durante la proyección en el tribunal de las imágenes documentales del linchamiento tomadas por los medios de comunicación. Una escena que Lang consideraba imprescindible (con razón) y que impuso frente al estudio y contra el criterio de lo asesores jurídicos del film. (¿Qué importancia tenía la veracidad frente a la potencia dramática de esta secuencia?) “Furia” no sólo fue la primera película donde se mostró una prueba documental consistente en la proyección de imágenes documentales, sino que sirvió como precedente para que en el futuro este tipo de pruebas fueran aceptadas por los tribunales.

Una fotografía del rodaje: una pantalla de cien es desplegada en el escenario del tribunal. Sobre la pantalla se proyectan insertos de las tomas rodadas por los cámaras que asistieron al linchamiento.

Tal y como se infiere de las imágenes del noticiario, las familias al completo disfrutan del espectáculo. Adolescentes y niños curiosos, amas de casa aburridas, trabajadores frustrados, reprimidos y malvados en general se dirigen a la cárcel del condado como un solo individuo; exigiendo venganza. Enfebrecidos por un clima de histeria, la masa exige al preso como víctima de un sacrificio colectivo. La turba estalla irracionalmente.  El linchamiento es un nuevo carnaval, una fiesta de borrachos, la excusa de los mezquinos para sacar a la luz sus peores instintos. Al igual que en “La Jauría Humana” (1966), la gente ríe y canta, animados por el alcohol y el paroxismo de la violencia. El presunto culpable es purificado por la acción del fuego, como en un sacrificio pagano. Inmolado en aras de una utopía que solemos denominar como “Justicia”, pero que sólo esconde un turbio pero evidente afán de sangre. Sólo hasta que ese afán de sangre ha sido satisfecho y la víctima expira envuelta en llamas, sólo entonces, abriéndose paso entre los restos calcinados y humeantes del edificio en ruinas, un turbio pensamiento parece alzarse entre la masa absorta y agotada. La idea de que han sido cómplices de un acto abominable que atenta contra sus más sagrados principios morales. Un pensamiento que desecharán sin más, pues hasta el sentimiento de culpa del individuo se difumina al amparo del colectivo. “Sólo fui uno más. Cómo hubiera podido resistirme”, es la disculpa habitual. Pero la objetividad de la cámara no miente. Enfrentados a las tomas fijas que demuestran su participación en el linchamiento, los 22 imputados se ven enfrentados a sus propios demonios. Todos ellos han colaborado activamente en el crimen, mostrando un entusiasmo febril, contagioso y sobrecogedor. Las imágenes son inequívocas: todos y cada uno de los que han participado en esta feroz manifestación del odio son culpables. Y todos merecen un castigo.

No hay mejor espectáculo que un buen asesinato.

"Los monstruos, a diferencia de los protagonistas de mis sagas pulps alemanas, no son supercriminales desfigurados conspirando desde las alcantarillas y subterráneos de la ciudad, sino ciudadanos distinguidos y corrientes, salidos de la vida real” (Fritz Lang)

Pero la “Furia” que da título al film debe interpretarse en dos niveles: por un lado, el de la masa vociferante que aúlla fuera de la cárcel; y por otro, la que se corresponde con el rencor callado de la víctima inocente. El retrato de la violencia es enfocada desde lo individual a lo colectivo, y posteriormente, desde lo colectivo a lo individual. Es natural empatizar con Joe y compartir su reacción visceral de venganza. Y supone un inesperado placer ver cómo pasa de convertirse de víctima a verdugo. Sin embargo, nada diferencia su comportamiento respecto del de sus “asesinos”. En este sentido, la importancia de Katharine en la trama es fundamental: ella es la portavoz de la conciencia del espectador, el personaje sobre el que se articula el mensaje de la película y que conduce la historia hacia su conclusión.

Katharine descubre que Joe está vivo, pero se niega a colaborar con él.

Hasta avanzada la segunda parte, Katherine ignora que su prometido sigue con vida. Los cacahuetes que sirvieron de prueba circunstancial para imputar a Joe son la pista que permite a Katharine descubrirle. Joe está vivo, pero está lejos de ser la misma persona aunque intente convencerla de volver a reanudar su antigua relación en la clandestinidad.

Del mismo modo que, en la escena inicial de la película, ella le pide unos cacahuetes pese a no gustarles demasiado (“Me gustas tú. A ti te gustan los cacahuetes. Me gustan los cacahuetes” le explica ante su sorpresa), Joe asume que ella apoyará su deseo de venganza (la misma lógica permite suponer que si Katharine ama a Joe y Joe quiere venganza, Katharine también querrá vengarse). Por el contrario, el mismo horror con el que se enfrentó al odio irracional de la masa es el que termina por separar a los enamorados (de nuevo, con las mismas reglas de la lógica, se evidencia que si la furia asesina de la multitud le asquea, la misma furia asesina de Joe le resulta aborrecible). La escena plantea a la audiencia un dilema moral: por un lado, nos identificamos con Joe, asumimos su ansia de venganza como legítima y compartimos su indignación. Por otro, la postura de Katharine, cuyo punto de vista asume el espectador, nos enfrenta a los postulados morales de la educación cristiana occidental, señalándonos la venganza como un camino sin retorno que no conduce a ninguna parte, más que al aislamiento.

Joe se enfrenta a su conciencia.
"El asesino entre nosotros también se convierte en el asesino dentro de nosotros, el poder horripilante del instinto, la obsesión y la agresión contra los que el individuo corriente tiene poca defensa real." (Morris Dickstein)

Desde el punto de vista dramático, la caracterización del personaje de Joe Wilson y su conversión en un paria violento e implacable viene marcada por la influencia que tiene sobre sus hermanos menores. Si en la primera parte los aleja de la delincuencia tomándolos a su cargo, en la segunda utiliza su ascendente para que se conviertan en cómplices de su venganza. En suma, ocupa el puesto del gangster local que con el que coqueteaba su hermano, y su influencia se revela ahora igual de perniciosa que la de aquél. Joe Wilson se ha convertido en otro delincuente. Un extraño para su propia familia.

Cuestionado por sus hermanos y abandonado por Katherine, Joe decide pasear de madrugada por las calles desiertas de la ciudad, pues no puede salir a la luz del día para que nadie le reconozca. En su trayecto, recorre la terraza de una cervecería. En contrapicado vemos a Joe sortear las mesas circulares del bar: mesas circulares dispuestas geométricamente, cubiertas de manteles con forma de damero. Una imagen abstracta, sin sonido ambiente, de pesadilla. De fondo, escuchamos una música de baile, que puede ser no diegética y provenir de los recuerdos de Joe; la música remite a las primeras imágenes del film, cuando Katherine y él planeaban su vida en común. En contraste, frente a la placidez de aquellas escenas, las imágenes de las mesas circulares y los paños rectilíneos es discordante y visualmente abrumadora. Frente al estatismo de la escena, los elementos inmuebles dentro del cuadro parecen quebrados; las múltiples sillas, alternadas con las formas circulares y las líneas de los manteles, añaden ritmo a la imagen. La música de danza amplifica la sensación de movimiento. Es una pesadilla.

Poseído por una extraña sensación de angustia, Joe acaba una vez más frente al escaparate de la mesa de muebles. Pero en lugar de la figura de Katherine, los rostros de los miembros de la turba ocupan la posición de su enamorada. El contrapunto de las imágenes refuerza la idea de que Joe nunca podrá encontrar la paz si sigue adelante en su búsqueda de venganza. Ha llegado el momento de poner fin a su plan.

<Señoría, soy Joseph Wheeler. Sé que presentándome aquí he salvado la vida a 22 personas, pero no he venido por eso. Sus vidas me traen sin cuidado, son unos asesinos. Sé que según la Ley no lo son porque yo estoy vivo, pero lo estoy a pesar de ellos. Y la Ley no sabe que eran importantes para mí, cosas tontas a lo mejor, como la fe en la Justicia y la idea de que los hombres son civilizados, y el orgullo de pensar que mi país era distinto a los demás….la Ley no sabe que todas esas cosas quedaron consumidas por el fuego dentro de mí aquella noche.>

La imagen final de la película muestra a Katherine y Joe reconciliados, en uno de esos besos que Hollywood acompañaba del rótulo “The end” a medida que se cerraba el telón. Un final de cuento de hadas que no siempre ha sido del gusto de los analistas de cine y que tampoco contentó a Lang. (El director quería que las escenas de pesadilla que asaltan a Joe llegaran tras la ejecución de los condenados, en una conclusión muy similar a la que utilizaría años después en “Perversidad” -“Scarlett Street”, 1945.) Pero es difícil imaginar otra resolución menos convencional para esta película, pues tanto la simpatía de los protagonistas como el desarrollo del film y su moraleja apuntan hacia una conclusión complaciente con el público.

Como reacción a este final feliz, tan afín a los convencionalismos de Hollywood, algunos críticos dicen preferir “They won´t forget” (1937) de Mervin Leroy; una historia similar que incorpora un subtexto racista y un final trágico, demoledor. Pero la película de Leroy carece del ritmo y la belleza visual de “Furia”, y sus apuntes críticos resultan superficiales en contraste con la sutileza del film de Fritz Lang y su profundidad intelectual. En ambas películas se aprecia una fuerte crítica a la corrupción política (en “Furia” se protege a la turba frente a la acción de la Justicia por motivos electorales; y en “They won´t forget” se oculta al verdadero culpable para condenar a un sospechoso judío, cuya ejecución puede contentar a las masas), y en las dos se apunta a que los fiscales de ambos casos pretenden utilizar los medios de comunicación en su favor para ascender a la jefatura de las Fiscalías de Distrito. Pero “Furia” va más allá de la sátira, enriqueciendo su discurso con un hondo planteamiento moral, un retrato furibundo del contexto político y social de aquellos años, y un discurso intelectual profundo sobre la verdadera esencia de la democracia (es el Estado de Derecho el que protege al individuo frente a la tiranía de las masas) y la importancia del cuarto poder frente al status quo.

Una escena de “They won´t Forget”. Fritz Lang, al cabo de los años, dijo arrepentirse de no haber convertido el personaje de Spencer Tracy en negro, y que en lugar del secuestro, el delito fuera una violación. Pero esta idea nunca se plasmó en ningún borrador del guion y hubiera sido fácilmente desechada por el Estudio.

El rodaje de “Furia” es conflictivo. Lang ignora el sistema de trabajo en equipo e intenta asumir el protagonismo en todos los departamentos técnicos. En respuesta, sus órdenes son sistemáticamente desobedecidas por los directores artísticos y la dirección de producción. Los escenarios se construyen sin atender a sus indicaciones, y el trabajo de producción previsto en el plan de rodaje nunca se cumple con exactitud (“si necesitaba un coche de cuatro puertas, me ofrecían uno de dos y viceversa”, se quejaba un paranoico Lang). Tras el estreno de la película (un gran éxito de crítica desde las proyecciones iniciales, pese a las suspicacias del estudio) se enfrentó agriamente a Mankiewicz, culpándole de los problemas de rodaje. Louis B. Mayer tomó cartas en el asunto y vetó la contratación de Fritz Lang para nuevos proyectos. El director vienés tardó dos décadas en volver a trabajar para la MGM para la que sería su otra obra maestra americana: la maravillosa “Los Contrabandistas de Moonfleet”, cuyo montaje final también mereció los reproches (inmerecidos) del director que nunca aceptó que los Estudios intervinieran en el copión final de sus películas.
  
Sylvia Sidney fue el único miembro del elenco elegido por Fritz Lang y también la única con la que mantuvo una buena relación profesional. El director mantuvo violentas discusiones con el resto de los protagonistas, y en concreto, con Bruce Cabot y Spencer Tracy, nada habituados a la tiranía y perfeccionismo del realizador.

Merece la pena destacar la labor del fotógrafo Joseph Ruttenberg, un gran admirador de la filmografía alemana del director. Ruttenberg recuerda: “Metrópolis” me produjo una honda impresión. (...) Nunca pensé que algún día trabajaría a las órdenes del director que había realizado “Metrópolis”. Debido a que conocía de primera mano las películas expresionistas alemanas, sentí que sabía lo que podía querer Fritz Lang. (para las escenas de masas) Elegí algunas lentes de teleobjetivo que le gustaron. Durante la preparación de “Furia”, Lang me dijo “No quiero una fotografía cuidada, nada artístico, quiero una apariencia de noticiario”. En todo momento quiso mantener un realismo documental que se adecuara al tema que estábamos desarrollando. Mis posiciones de cámara estaban preparadas con cientos de indicaciones para la continuidad que preparó el departamento artístico de la MGM a partir de los bocetos del propio Lang. Tenía un maravilloso método de rodaje. Uno tenía la sensación de que ya tenía toda la película montada en su cabeza.”

Existieron algunas discrepancias entre el veterano realizador y el director de fotografía. En concreto, respecto a la iluminación del tribunal durante la proyección de las escenas documentales del linchamiento. Lang quería apagar gradualmente las lámparas de arco en el preciso momento en que se bajaran las persianas de la sala, pero Ruttenberg no estaba conforme: “necesitarás esa iluminación para fotografiar al jurado y los espectadores de la sala y captar sus reacciones”. Ruttenberg ofreció una sencilla alternativa: bajar la intensidad de la luz al bajar las persianas, y a medida que se fueran produciendo las sombras, reducir en paralelo la apertura de la cámara para producir la sensación de oscuridad. El resultado fue muy convincente y mereció los elogios del realizador.

 Fritz Lang disfrazado de domador de fieras durante el infernal rodaje de la película.

“Furia” es la primera (y mejor) de las películas integrantes del llamado “ciclo social”, que Fritz Lang dirigió en Estados Unidos. Las restantes fueron “Sólo se vive una vez”, un notable precedente de “They Live by Night” con Sylvia Sidney y Henry Fonda, a mi parecer lastrada por un desarrollo excesivamente dramático y algunas incongruencias de guion en su tercio final. La tercera película del ciclo sería “You and me”, una curiosa opereta musical con letra de Bertold Bretch y música de Kurt Weill desarrollada en el mundo del hampa, con mayor calidad de la que usualmente suele reconocérsele.

El cartel de esta obra maestra para su estreno en España.