LAUGHTER
Harry d´Abbadie d´Arrast
“Laughter”. Una
producción de Monta Bell para la Paramount Pictures.
Escrita por Donald
Ogden Stewart, Harry d'Abbadie d'Arrast, y Herman J. Mankiewicz, basada en un
argumento original de Douglas Z. Doty. Dirección de fotografía: George J.
Folsey. Montaje: Helene Turner. Música: Vernon Duke. Intérpretes: Fredric March, Nancy Carroll, Frank Morgan, Glen Anders,
Diana Ellis.
La revolución del sonoro propició la
contratación de una nueva generación de artistas. Entre ellos, dramaturgos y
literatos para la escritura de los diálogos. Pero pronto se puso de manifiesto
que las alocuciones teatrales no quedaban bien en pantalla, ni la falsa y pomposa
retórica de la literatura popular decimonónica. El público aceptaba los diálogos
callejeros y los personajes urbanitas. En suma, el sonido había alejado las
películas de la estilización del cine mudo y lo había acercado más al
documental. Se hizo evidente la necesidad de una nueva generación de guionistas
que supieran utilizar el slang y jugaran con los diálogos indirectos (la gente
no dice nunca directamente lo que quiere o lo que piensa), y que conocieran el
lenguaje escénico pero sin dejarse contagiar por el exceso de retórica del
teatro (porque la cámara debe suministrar esa información que en el teatro
descansa en los diálogos). Herman J. Mankiewicz fue el pionero de esa
generación de autores, que fueron atraídos por los cantos de sirena de Hollywood.
Guionista y productor, llevó la supervisión de “Laughter”, que Monta Bell había
encomendado a dos amigos comunes: el director vasco-francés Harry d´Ábbadie d´Arrast,
y el guionista Donald Ogden Stewart (mejor conocido como DOS), que acababa de
triunfar en Broadway en una doble vertiente, como autor de “Rebound” (adaptada
al cine en 1931) y protagonista de la obra “Holiday” (con el personaje que
luego interpretara Cary Grant en su adaptación cinematográfica: “Vivir para
gozar”, 1938). Para aquellos familiarizados con la obra de DOS, resulta
evidente que él es el verdadero autor de “Laughter”, independientemente de las
autorías reflejadas en los créditos, pues se aprecia una unidad de espíritu
entre la película y las obras de teatro reseñadas. En todas ellas existe un
mismo mensaje que muchos años después popularizaría “El Club de los Poetas
Muertos” (1986): CARPE DIEM, aprovecha el momento. Irónicamente, frente al
mensaje inspirador que las articula, la sombra del suicidio sobrevuela el
metraje de ambas películas.
Pese al
nombre de la película, las risas y las lágrimas, la felicidad y la decepción,
se dan mutuamente la mano.
En “Laughter”, igual que en las mencionadas
“Holiday” o “Rebound”, un personaje del pasado reaparece para salvar al
protagonista de la rutina y una vida infeliz. Y al igual que en estas obras, la
ligereza de tono y la aparente superficialidad de determinadas situaciones se
ve acompañado de un desarrollo decididamente ambiguo: las escenas aparentemente
más frívolas están teñidas de un cierto hastío vital, y los momentos
decididamente más dramáticos resultan liberadores. Hay dobles sentidos
constantes, entremezclados con detalles de humor absurdo, que introducen una
nota de levedad al drama y viceversa. Como diría la publicidad: “comedia con
lágrimas” o “drama con risas”. Una mezcla habitual en estos primerísimos años
del sonoro, donde es fácil advertir cierto desequilibrios en el ritmo y tono de
las películas que uno no sabe si atribuir a que los códigos cinematográficos de
determinados géneros estaban aún poco consolidados, o bien a la situación
social del momento: esos locos años 20, que surgieron como reacción a la I
Guerra mundial pero que ahora, tras el crack del 29 y la corrupción que campaba
a sus anchas, empezaban a hacerse sentir como una gigantesca resaca tras un
breve periodo de sueño.
El marido cornudo, Frank Morgan, sorprende al
mayordomo tocando el piano junto al antiguo amante de su esposa, Fredric March,
molesto porque nadie se ha molestado en afinar el instrumento.
El argumento de “Laughter” parece descansar en
el consabido triángulo amoroso entre la esposa (Peggy, antigua corista ahora
reconvertida en mujer florero), el marido (C. Mortimer Gibson, un milonario
desconcertado que únicamente sabe hacer dinero), y el exnovio de aquella (Paul,
un artista bohemio y sin un céntimo, pero que consigue hacerla reír). Sin
embargo, el conflicto amoroso nunca llega a producirse, pues el personaje
interpretado por Nancy Carroll es sólo una de las preocupaciones de Gibson y no
necesariamente la más importante. Los celos del millonario son manifiestos, y
su incomodad, evidente, pero ni uno ni otro son tan intensos como su sentido
del decoro: más que la (in)fidelidad de su esposa, le preocupa que mantenga sus
aventuras extramaritales con discreción, lejos de los titulares de los
periódicos.
El reencuentro entre Peggy y Paul tiene
lugar sin recriminaciones ni dudas. Siguen manteniendo la misma complicidad y
atracción de antaño. Cada uno tomó sus propias decisiones de buena fé, así que
¿para qué molestarse por algo que sucedió en el pasado? (…) A distancia, Gibson (Frank
Morgan) los vigila, malencarado y secretamente envidioso. Posiblemente sienta
algo por Peggy, algo parecido al amor, pero ignora cómo demostrárselo. Todo lo
que conoce de la vida se limita a hacer dinero, y su despacho es el único
refugio en el que poder sentirse seguro.
La aparición del personaje de Fredric March (Paul) es
seguida del regreso de la hija de Gibson a la ciudad. Marjorie es la niña de papá,
fruto de un matrimonio anterior del que no sabremos nada; y tan atolondrada,
impulsiva y llena de vida como Peggy, con la que tiene una relación más
fraternal que de madre e hija. Tras escuchar a Paul al piano, le pregunta por
una canción. Paul conoce la letra e inicia la melodía. Al ritmo de la música,
las dos jóvenes arrancan a bailar con abandono, al ritmo del jazz. Es una escena
catártica que transforma lo que parecía un melodrama desconcertante y algo
inane en una obra atronadoramente moderna y felizmente anárquica, que Pauline
Kael considera “uno de los momentos más
bellos, más felices en las películas de este período". Es una escena jovial,
alegre y de gran sensualidad, que ayuda a caracterizar al personaje de Peggy
como apenas una adolescente que ha permitido que le cortaran las alas a cambio
de un sentimiento de engañosa seguridad.
El conflicto dramático no es externo a Peggy,
sino interno: no existe ningún debate entre dos pretendientes. Peggy tiene que
decidir únicamente qué prefiere: si la estabilidad económica y el aburrimiento,
o la felicidad sentimental y el riesgo. Una decisión en principio fácil, pues
sus presuntos escándalos y amistades bohemias no son sino la callada
desesperación por salir de la rutina. La reaparición de Paul supone el
cumplimiento de una oración cuyo favor ha sido largamente aplazado. Nuestra
protagonista tenía claro que su matrimonio con Gibson era un error desde un
principio. Necesitaba volver a sentirse joven.
Las pulseras de Cartier se identifican con las
esposas de la policía. Peggy está atrapada en un matrimonio sin amor.
¿Cuál es entonces el conflicto dramático que
articula el film?... Entendemos que la historia romántica que se desarrolla en
paralelo entre Marjorie y Ralph Le Sainte (Glenn Anders), antiguo pretendiente
de Peggy. Un escultor misterioso de tendencias autodestructivas que pondrá en
riesgo su vida y la de la propia Marjorie al iniciar con ella un romance sin
salida: Marjorie sigue siendo apenas una niña, una inconsciente, y el escultor
la utiliza para hacer daño a Peggy. En cierto modo, esta historia es como un reverso
negativo del romance que Peggy tuvo con Paul, y el reflejo de lo que podría
pasar si la fortuna les da la espalda. La vida bohemia carece de glamour; la
inseguridad económica es una amenaza constante que afecta a las relaciones
sentimentales; los artistas tienen sus neuras y obsesiones; y la
despreocupación de la juventud, que a menudo confundimos con el joie de vivre
(la alegría de vivir), no es más una muestra de irresponsabilidad que puede
tener consecuencias de futuro.
Aunque la película se posiciona claramente a
favor de la postura representada por Paul no peca en absoluto de
ingenuidad. La búsqueda de la felicidad puede tener muchas aristas.
La atracción
por el peligro atrae a la casquivana Marjorie, impaciente por provocar a su
padre y llamar su atención. Le Sainte, indiferente al principio, parece sucumbir a los encantos de la adolescente. Aunque bien pudiera ser que pretenda utilizar a Marjorie para vengarse del desdén de Peggy, de quien también estuvo enamorado.
Todo el segundo acto de Laughter es una delicia
de principio y fin. E incluye las escenas más hilarantes y recordadas del film.
En una de ellas, Gibson, tras ganar 8.450.000
de dólares considera que ha cumplido una excelente jornada de trabajo .Pero
tras buscar a su esposa y su hija por toda la casa, descubre que la única
persona presente para compartir su satisfacción es su secretario masculino, a
quien ofrece como recompensa una máquina de escribir. Al final de lo que
suponemos un día solitario, el mayordomo es interpelado: <No cree, Bentham que ganar 8,450.000 $ dólares puede considerarse fruto
de un buen día de trabajo?> A lo que Bentham responde imperturbable. <Sí señor. Muy bien, señor. ¿Desea alguna
otra cosa?>. Para finalmente retirarse a sus aposentos.
Las otras dos más famosas tienen lugar durante una
escapada de Paul y Peggy al campo. Se ven sorprendidos por una lluvia
torrencial, que les obliga a buscar refugio en una casa vacía. Solos en el
inmenso caserón, juegan despreocupados, arrastrándose por el suelo, enfundados
en un par de pieles de oso que hacían las veces de alfombra.
Urrrrrrrrr…
Que te como
“La ironía, la fineza, la ambivalencia, cualidades todas tan caras a
sus autores dejan paso de pronto y sin previo aviso al juego infantil, al
despropósito visual, y casi casi a la gamberrada. La pareja principal arrambla
con sendas pieles de oso, se envuelve con ellas y juega a perseguirse, a comer
y a amarse, como si el hogar pequeño burgués donde ambos se mueven fuese la
selva o, al menos, un zoo particular. En ciertos momentos, incluso, como ya se
ha dicho, los rugidos –los bramidos, como sería más propio decir puesto que así
es, según la Academia, como hablan esas fieras- sustituyen al diálogo, y con buen
resultado, además.” (...) “El
diálogo queda casi reducido a la condición de <ruido>, gracioso y
ejemplarmente quintaesenciado, propio de los personajes y de la situación en
que estos se encuentran. (A veces nuestra metáfora deja de serlo, porque la pareja
central se viste con pieles de oso y recurren a berridos para expresarse
mejor). Escuchar en tales circunstancias se convierte en pura delicia, tan
cinematográfica como la imagen silenciosa del periodo anterior.” (cita del
excelente libro “Caballero d´Arrast” de José Luis Borau, editado en 1992 por la
Filmoteca Española.)
A
la mañana siguiente, toman tranquilamente el desayuno sin preocuparse del
allanamiento de morada. La policía ha recibido el aviso de los vecinos y se
presenta en la casa. Peggy y Paul, mientras tanto, han decidido actuar como si
fueran sus verdaderos dueños, el señor y la señora Higgenbottom, pero variando
los roles: él interpretará a la esposa y ella al marido.
Peggy es devuelta a los brazos de su esposo. El
poder se antepone a la justicia. Los detenidos son liberados sin mayores
trámites ni cortapisas. Gibson impone su dinero, que no su autoridad, pues
carece de ella. Y Peggy se ve enfrentada a un doble dilema: renunciar a Paul y actuar
como la madre que se supone debía ser con Marjorie, rompiendo sus ensueños de
felicidad con Le Sainte. Siguiendo a Cabrera Infante, otro admirador de la
película, la mezcla de esta doble línea argumental, consistente en un melodrama
doméstico con elementos humorísticos y una comedia de tintes dramáticos, es la
que nos lleva a la conclusión de que el dinero no crea felicidad, solamente
crea más dinero. Una conclusión que es paradójicamente puesta en duda a lo
largo del tercer acto, que incluye diversos giros dramáticos puntuados de
momentos de humor absurdo, que nos hacen replantear una y otra vez nuestras
anteriores convicciones. (Y con ellas, las de los protagonistas.)
Gibson es el
anfitrión de una multitudinaria fiesta de disfraces, donde se disfrazará de
Napoleón. Su disfraz manipula reyes y ministros, pero él se muestra incapaz de
controlar a su familia.
Durante una deliciosa fiesta de disfraces,
Marjorie y Peggy son abordadas por sus amantes. Le Saint propone a Marjorie
huir a Francia, a París, la ciudad del amor, el lugar donde los principales
personajes de la película se plantean huir en un momento u otro de la trama
para escapar de una realidad que se les antoja vana y sin horizontes. Por su
parte, Peggy se enfrente a su doble dilema de una forma dramática. Paul
abandona Estado Unidos pero le pide que renuncia a su matrimonio de
conveniencia por una vida de inseguridad. Su marido, por otra parte, la conmina
a cumplir sus obligaciones: Gibson es capaz de perdonar sus dislates, la
diferencia de edad le permite estas pequeñas liberalidades; pero nunca a costa
de Marjorie, cuya felicidad es lo que más aprecia en este mundo… aparte de sus
negocios.
<Toda
tu vida es falsa. Vives una vida muerta, horrible. En nada de lo que haces
estás tu misma. No puedes vivir así. No lo dispuso así Dios. Te mueres. Por
falta de cariño y risas.>
En la conclusión del film, Peggy se apropia de
una pistola para ver a Le Sainte. No permitirá que arrastre a su hijastra/
amiga a una vida de desesperación. Es quizás la decisión menos egoísta que ha
tomado en su vida; aunque siempre nos quedará la duda de si su actitud no tiene
otra razón de ser que servir de contrapartida a su soñada fuga con Paul. Peggy escapa
de la fiesta para enfrentarse al escultor, al que reprocha servirse de Marjorie
únicamente por despecho. Las recriminaciones suben de nivel hasta concluir en
un disparo en off. Los vecinos y la policía rodean el apartamento; ¡se ha
cometido un crimen! Como es habitual en la película, el climax dramático es
escamoteado por un cambio de tono en la narración; pero la conclusión de la
secuencia ofrece una coda humorística que contradice el dramatismo de la acción:
uno de los vecinos abre la ventana aparentemente curioso, y tras echar un
vistazo a la muchedumbre que se arremolina alrededor del edificio, decide
cerrar los postigos para que el jaleo no le impida dormir. La vida sigue, parece
decir, y el argumento de la película carece de mayor trascendencia salvo para
sus protagonistas.
Otra de estas maravillosas codas tiene lugar en
la siguiente escena del film. El crimen es en verdad un suicidio, pero Marjorie y Peggy, la hija
y la esposa de Gibson están fatalmente involucradas en el escándalo. Los
periodistas rodean a Gibson, que se enfrenta solícito y amable a los mismos, aceptando
que le hagan unas fotografías para los titulares. El millonario, aún embutido
en su traje de Napoleón, sostiene una copa de champán, pero su gesto falsamente
cordial alumbra una sombra de súbita decepción. ¿Qué hace allí?, parece
decirse. Inmediatamente, interrumpe a los periodistas: <un momento, por favor>. Deja la copa sobre la mesa y hace ademán
de querer sacarse algo del chaleco (¿un memorándum?, ¿una pistola?...). en su
lugar, adopta la típica postura napoleónica, con la mano escondida en el
chaleco, y sonríe una vez más a la prensa. La publicidad se impone al drama.
Un final ¿feliz?
Un nuevo doble final nos permite contemplar
a Gibson, de nuevo solo, mirando los teletipos que le anuncian nuevos
beneficios en bolsa (a fin de cuentas no
es más que un pobre hombre), mientras Paul y Peggy desayunan en un café de
París (Peggy ha sido liberada de su compromiso matrimonial y sacrificada por
Gibson, cuyo buen nombre no puede ser puesto en cuestión por los chismes de los
periódicos y los cotilleos de la “buena sociedad”). La pareja, que acaba de contraer matrimonio, se arrulla enamorada en la terraza del café; entre besos y tiernas miradas cómplices, planean componer música juntos
y hacer el amor (aunque no necesariamente por ese orden) cuando la mirada de Peggy
se dirige a la muñeca de una mujer, cubierta hilera tras hilera de brillantes
pulseras de diamantes. Tras cruzar una mirada con Paul, que también se ha percibido del brillo de las joyas y de la atracción de Peggy, le contesta entre risas <yo no
dije nada> antes de volver a besarle. Aunque el amor y la diversión han
unido a la pareja, no parece que el matrimonio vaya a durar para siempre.
“Si
no fuera por una resaca de tristeza que se filtra a través de todos los niveles
de la película, “Laughter” podría
considerarse una screwball comedy. Posee un inequívoco valor histórico como un precursor temprano al género.” (Sacado de la página
web “FirstImpressions. Notes on Films and Culture”, artículo de José Arroyo.)
Si a Ogden Stewart hay que atribuir la
estructura y la moraleja del guion, y a Mankiewicz las escenas de humor
absurdo, corresponde a d´Arrast estos constantes y fluctuantes cambios de tono,
que se producen gracias a introducir los referidos momentos de humor como coda a
los momentos más dramáticos y a la inversa. Siguiendo de nuevo a cabrera
Infante, podríamos decir que d´Arrast “era en realidad un rebelde en busca de
una causa en la que no creer. No era un cínico sino un escéptico. Es decir un
elegante sin ilusiones.”
El peculiar encanto de la película se
mantiene tan fresco como en su estreno, pese a los defectos técnicos propios
del primer cine sonoro (fotografía plana y sin matices; planos medios con los
actores de perfil, intentando dirigir la voz hacia los micrófonos, cierto
estatismo escénico, algunas transiciones y elipsis secas, muy bruscas…). Y los cinéfilos
encontrarán muchos motivos de diversión: los decorados art decó, la
deslumbrante joyería de Cartier, la banda sonora no acredita del gran Vernon
Duke, e incluso una breve aparición de un secundario habitual de las películas
de Astaire y Rogers, el actor Eric Blore, aquí burbujeante y amanerado, disfrazado de un peculiar ángel en la escena de la fiesta de disfraces.
“Lo mejor es Reir” fue la versión hispana de “Laughter”.
Se introdujeron cuatro números musicales y se cambiaron algunas escenas para
hacerla más atractiva al público de habla hispana. De todas las versiones
hispanas del periodo, esta es la adaptación más libre de una película de
Hollywood.
El director Harry (Henri) dÁbbadie d´Arrast comenzó
como asesor y ayudante de dirección de Charles Chaplin, del que pronto se
distanció. Tenía al parecer una personalidad altiva y distante. Un petulante
que actuaba frente a los productores con arrogancia y desprecio. Tuvo
enfrentamientos con Goldwin y Zuckor (este último, uno de los pioneros de
Hollywood; todo un caballero según Budd Shulzberg), lo que terminó por
conducirle fuera de la industria.
Aristócrata,
ingeniero, director, guionista, inventor, recordman de velocidad... Henrie
d´Abadie d´Arrast (en Estados Unidos rebautizado como Harry) es, en palabras de
Gabriel Cabrera Infante, una de las minúsculas notas al pie de la historia del
cine; “asteriscos hechos de polvo de estrellas y capítulos decapitados.”
De 1927 a 1934, completó ocho películas. Dijo
Herman Weinberg, historiador y amante del cine, del octeto de D' Arrast: “Fueron ocho de las más deliciosas películas
jamás hechas” y casi todas han desaparecido. (...) Entre ellas, cabe destacar la notable
y desconocida “Un Caballero de París” con Adolphe Menjou, en clara referencia a
“Una mujer de parís” de Chaplin (el primer título en el que partició d´Arrast en funciones de asesor, y que también protagonizara Menjou). Pero el mentor de d´Arrast (y también del productor de esta película, el igualmente notable y olvidado Monta Bell) no era Chaplin, sino Lubitsch, cuyo peculiar “toque”
imitó, no tanto con vocación humorística sino con la intención de provocar un
contrapunto irónico frente a la narración, o bien con la finalidad de aderezar
la acción con texturas, consecuencia de introducir un cambio sorpresivo del
punto de vista de los protagonistas por el de un tercer personaje.
La última de sus películas fue una ambiciosa
adaptación de “El Sombrero de Tres Picos” de Falla, realizada en España. Su
fracaso provocó la pronta despedida de d´Arrast del mundo del cine.
Los
negativos de “La Pícara Molinera” se quemaron en un incendio en los archivos de
la Filmoteca española.
“Laughter” fue la película favorita de sus
guionistas y actores. Una de las pocas que Fredric March conservaba en su
archivo personal. Fue nominada a un oscar al mejor guion (que perdió frente a
La Patrulla del Amanecer, de Howard hawks, con guion entre otros del entonces
popular John Monk Saunders, también guionista de
The Last Flight, a la que dedicamos otro artículo en el blog). Aunque poco o
nada conocida hoy en día, “Laughter” es por muchas razones un título fundamental
de estos primeros años del cine sonoro:
“En 1930 abrió barreras a costa de talento y originalidad, y sólo
por eso ya puede ser considerado un hito en la historia del cine. Otras
películas vinieron después en los años treinta que eran sólo derivaciones y en
algunos casos, plagios descarados del espíritu y estilo de “Laughter”. Hay que
verla hoy tratando de comprender la carga de frescura y de novedad con que
apareció en su momento, olvidándonos, si podemos de las imitaciones que la
siguieron, algunas de las cuales, por otra parte, resultaron muy afortunadas” (“The Films of Fredric March”, J. Quirk)
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