MY MAN GODFREY (1936)
Gregory La Cava
My Man Godfrey. Una producción de Charles R. Rogers y
Gregory La Cava para Universal Pictures.
Dirigida por Gregory La Cava. Guión: Eric Hatch y Morrie Ryskind, sobre la
novella de Eric Hatch. Fotografía: Ted Tetzlaff. Montaje: Ted J. Kent y Russell
F. Schoengarth. Dirección artística: Charles D. Hall. Música: Charles Previn. Interpretada
por: William Powell, Carole Lombard, Gail Patrick, Alice Brady, Eugene
Pallette, Alan Mowbray, Jean Dixon, Misha Auer, Flanklin Pangborn.
94 min. ByN.
Una reedición de la novela “1101 Park Avenue”,
rebautizada para la ocasión con el nombre de la película. El escritor, Eric
Hatch, fue responsable del guion de otra famosa comedia de la época: “La Pareja
Invisible” (Topper, 1937)
Al
Servicio de las Damas puede considerarse la “Screwball Movie” arquetípica.
Llamamos “screwballs” a un tipo de comedia (que en España se denominó “comedia
loca”) de ritmo frenético y diálogos punzantes (herencia de la obra de teatro
“Primera Plana” -The Front Page- de Ben Hecht y Charles Mac Arthur) donde
personajes extravagantes pertenecientes a la Alta Sociedad se veían atrapados
en sucesivos enredos, a cada cual más desenfrenado y absurdo. En muchas de
ellas, un personaje externo (llamémosle Gary Cooper, CaryGrant o William
Powell, entre los masculinos; Claudette Colbert, Jean Arthur o Ginger Rogers
entre los femeninos) se veía inmiscuido dentro de una familia o una fauna de
personajes de comportamiento infantil o decididamente absurdo, y actuaba como pivote
de la acción, bien introduciendo algo de sentido común o conciencia a los demás
personajes (como en esta película) o bien viéndose abducido por la alegría y
locura circundante (como en “La Fiera de mi Niña” de Howard Hawks). Dentro de
las Screwballs podemos incluir una docena de obras maestras de la llamada Edad
de Oro del cine de Hollywood. Junto a las ya referidas, cabe destacar: “La
Comedia de la Vida” y “Luna Nueva” de Howard Hawks; “Sucedió una noche”, “El
Secreto de Vivir”, “Vive como quieras” y “Arsénico por compasión” de Frank
Capra; “Una Chica Afortunada” y “Medianoche” de Mitchell Leisen; “Four´s a
Crowd” de Michael Curtiz; “Pasaporte a la Fama” de John Ford; “La Pícara
Puritana” de Leo Mac Carey; “La Octava Mujer de Barbazul” y “Ser o no Ser” de
Ernst Lubistch; “Las dos caras de Eva” y “Un Marido Rico” de Preston Sturges; y
en un tono más serio: “El amor llamó dos veces” de George Stevens; “Historias
de Filadelfia” de George Cukor y “Sucedió una Vez” del referido Gregory La
Cava. Todas ellas realizadas en el periodo que va desde el año 1934 a 1942. Y
cada una de ellas, pese al tiempo transcurrido, entre las grandes comedias
americanas de todos los tiempos.
Durante
este periodo, tanto la
MGM como la Paramount se especializaron en realizar películas con glamour:
grandes escenarios detalladamente iluminados, con personajes perennemente
vestidos en chaqués y trajes de noche, fracs, chisteras y trajes de
lentejuelas… Cuentos de hadas modernos para la demanda de un público que tras
varios años de pérdidas económicas, volvían a los cines para olvidarse de los
problemas diarios y sumergirse en un mundo de fantasía y riqueza que sólo
podían soñar. Aunque los peores años de la Gran Depresión habían trascurrido ya,
tanto los indices de paro como el déficit económico seguían siendo muy altos
(con el Producto Interior Bruto apenas alcanzando el 60% del gasto público). En
las ciudades, los veteranos de la primera guerra mundial, que no podían cobrar
su pensión, inundaron barrios enteros de chabolas llamadas “Hooverville”, en
honor del infame presidente Hoover, cuya actitud pasiva propició el crac del
29, y quien llegó a justificar la situación con afirmaciones como: “los vagabundos de Estados Unidos viven
mejor que en ninguna otra parte del mundo. Pueden comer hasta 10 veces al día”.
Esta fauna humana de desempleados, vagabundos y venidos a menos eran
colectivamente denominados “the forgotten men” (hombres olvidados). Y su mera
presencia, la prueba evidente que el lema de los republicanos “la prosperidad está a la vuelta de la
esquina”, seguía siendo una falacia.
En los mismos títulos de crédito, un paneo traslada la
acción desde los lujosos rascacielos hasta el vertedero municipal, plagado de
chabolas
“Al
Servicio de las Damas” une estos dos mundos desde sus primeras imágenes. Los
lujosos letreros de neón y los edificios de lujo viven puerta con puerta con
situaciones de extrema pobreza. Los camiones de basura vierten su carga diaria
en el vertedero municipal y decenas de vagabundos se arremolinan a su
alrededor, armados de latas vacía, para buscar algún alimento entre los
despojos. La presencia de las autoridades es soportada estoicamente por los
deshechos humanos que pueblan esta pocilga, y que mascullan a media voz: “Si esos polis se ocuparan de sus negocios y
dejaran a los tipos honrados en paz...este país llegaría a ser algo sin
necesidad de tanta ayuda social.” Estos hombres no buscan caridad; sólo una
oportunidad de poder ganarse la vida con su esfuerzo. El lema republicano se
hace oír irónicamente en los minutos iniciales de la película (“La prosperidad a la vuelta de la esquina.
Lleva allí mucho tiempo. Ojalá supiera cuál es la esquina”). Es evidente
que Gregory La Cava apoya la política del New Deal del demócrata Roosevelt, que
durante cuatro años ha financiado políticas de empleo y obra pública para
mitigar el drama social (la economía familiar no entiende de estadísticas, sino
del día a día), y que ahora en 1936, el año de realización de la película, se
habría de enfrentar a unas nuevas elecciones que se preveían conflictivas.
Sentado en el vertedero, Godfrey mira obsesivamente la
corriente del río: quizás ya está concibiendo una idea en su mente para
transformar el desierto de esta nueva ”tierra de promisión” en un vergel
Frente
a la actitud bienintencionada y paternalista de otras comedias de época, el
compromiso social de Al Servicio de las Damas es sincero, aunque no
necesariamente acertado. A lo largo del metraje, se hacen frecuentes
disgresiones y comentarios socioeconómicos que transmiten un sentimiento de
genuina indignación. “La única diferencia entre un vagabundo y un hombre es un
empleo”, llega a decir William Powell en un momento de la película. Los ricos
de Park Avenue son criticados por su frivolidad y dispendio. Y cuando Cornelia Bullock
y su acompañante aparecen en el vertedero con la idea de “alquilar un
vagabundo” (una de la pruebas de la Gymkhana: uno de esos frívolos juegos de
sociedad para ricos adinerados, realizado bajo la apariencia de obra de
caridad… si es que sobre dinero, que “nunca sobra” según Irene Bullock), recibe
de Godfrey una oportuna respuesta a su vanidad: ser arrojada a un montón de
basura; lo que refleja claramente cuál es la idea que el vagabundo tiene tanto
de ella como de los de su clase. Una valoración que no duda en transmitir a los
miembros de la Alta Sociedad que participan de estos “jueguecitos frívolos” con
los que pretenden mitigar su mala conciencia, una vez accede a acompañar a
Irene Bullock (la aniñada hermana de Cornelia) a la Gymkhana.
LA
GHYMKANA: una “fiesta de caridad” aún más absurda que el “Plácido” de Berlanga.
Entre los atribulados asistentes, se encuentran los restantes miembros de la
familia Bullock. Mientras la señora Bullock arrastra una cabra al estrado, su
avergonzado marido toma una copa en la barra del bar:
Hombre
en el bar: “Fíjese en esa chiflada con la cabra.”
Sr.
Bullock: “Llevo veinte años mirándola, es la señora Bullock.”
Hombre
en el bar: “Lo siento mucho.”
Sr.
Bullock: “¿Cómo cree que me siento yo?”
La mimada y caprichosa Cornelia no soporta perder ni
dejar de ser el objeto de atención de la multitud: <¡Nadie se enfrenta a mí sin afrontar las consecuencias!>,
advierte a Godfrey.
Irene vence a la Gymkhana. El premio consigue hacerla
arrancar una sonrisa: ¡por fin ha conseguido ganar a su hermana en algo!...
Pero la copa pronto pasa a ser un nuevo trasto sin importancia. Lo importante
no es el premio, sino la emoción de sentirse valorada.
Tras
la Gymkhana, Irene tira su premio para dirigirse a Godfrey, que hace ademán de
huir de esa “Feria de las Vanidades” que constituye la Alta Sociedad. “Nunca le habría traído si hubiera sabido que
iba a sentirse humillado”, le dice Irene con desarmante ingenuidad. “Ahora me siento responsable de usted”,
para añadir a continuación “¿Sabe
servir?” (en el original, un inolvidable “D´you butle?”); una propuesta que Godfrey finalmente acepta: todo
hombre necesita un empleo, y él, gracias a Irene, ya tiene una oportunidad de volver
a sentirse un hombre. “Será usted mi
protegido”, sonríe Irene complacida. En parte, porque apenas hace un año
que perdió a su gatito, que se le murió las navidades pasadas. Pero también
porque durante la prueba de la Gymkhana, cuando el árbitro del concurso
(Franklin Pangborn) se interesó por la identidad de Godfrey y le preguntó si le
buscaba la policía, Godfrey respondió: “Ese
es mi problema. Nadie me quiere”, una respuesta que encandila a Irene: ¡ella
también se siente no querida… y por fin ha encontrado una mascota a la que
hacer objeto de su amor incondicional! Esta idea se ve confirmada cuando
Godfrey le comenta: “La gente que recoge
gatos perdidos dice que son las mejores mascotas”, a lo que ella contesta:
“Tenía pulgas. Usted es diferente.
Utiliza palabras importantes y es mucho más mono.”
El resto de la familia Bullock con Carlo, el
“protegido” de mamá
Un
fundido nos conduce a la secuencia siguiente: Godfrey entra uniformado a la
mansión de los Bullock y es aleccionado por la criada de sus deberes como
sirviente, que supone tener que aguantar los desmanes y caprichos de cada
miembro de la familia. ¡Y qué familia…! La Señora Bullock es una lunática que
cree ver duendecillos las mañanas de resaca (“…¡Y siempre tiene resaca!”, advierte la doncella). El personaje,
interpretado por Alice Brady con un tono de voz ligeramente chillón, tiene
muchos de los mejores diálogos de la película, como cuando advierte que debe
existir una vena de locura en la familia de su marido, pues como toda maniática
que se precie, considera que es el resto del mundo el que se ha vuelto loco a
su alrededor. Su hija Cornelia (interpretada con convicción por la bella Gail
Patrick, con sus cejas arqueadas hacia abajo y actitud despectiva y soberbia)
es altiva, caprichosa y egoísta, y encuentra en Godfrey un nuevo juego con el
que intentar frustrar a su mocosa hermana Irene.
Una maravillosa composición deTed Tetzlaff (atención a
la escultura de Diana Cazadora encima de Cornelia, que compensa simétricamente
el plano): Irene contempla temerosa las aproximaciones de su hermana hacia
Godfrey. ¡Teme, con razón, que esta pretenda que su “mascota” cambie de dueño!
Esta
introducción de cada miembro de la familia es muy interesante, pues describe no
ya la personalidad de cada una de las mujeres de la casa, sino aún más
sutilmente, el papel que van a desempeñar cada una en la vida del protagonista.
La señora Brady es cordial y amigable con Godfrey, al que considera un buen
mayordomo (el anterior se llevó la vajilla) y de mucha utilidad (Godfrey le
prepara un “destornillador” para suavizar la resaca). Irene, por su parte,
consigue que se siente junto a ella en la cama (se siente incómoda si él no
permanece en posición sedente) y no esconde su atracción por él. En cambio,
nunca llegamos a entrar en la habitación de Cornelia, de la que Godfrey es
echado violentamente (la cámara permanece en el pasillo cuando Godfrey entra a
llevarle el desayuno). Una decisión inteligente que refuta la presunción de que
La Cava era un cineasta meramente instintivo.
El enorme Eugene Pallete conoce a su nuevo mayordomo
Tras
salir de la habitación de Cornelia, Godfrey se tipa con el patriarca de los
bullock, el orondo y genial Eugene Pallette, con su voz bronca de sapo, quen no
deja de mirarle consternado mientras bajan las escaleras, temeroso quizás de
haberse topado con el amante de una de sus hijas. “Le advierto que en mi
juventud fui campeón de lucha libre”, le espeta finalmente al mayordomo en uno
de los diálogos más elegantes y divertidos de una película que no es
precisamente sutil.
Eugene
Pallette fue uno de los actores habituales de La Cava (divertidísima su
interpretación en “The Half Naked Truth” donde se hacía pasar por un improbable
eunuco) y está maravilloso en un papel que en otras screwballs recaería sobre
Walter Connolly o Charles Coburn. En “Al Servicio de las Damas” buena parte de
sus escenas tienen por objeto sus reiteradas quejas por el dispendio de su
familia, cuyo escandaloso tren de vida amenaza con llevarle a la ruina. En
concreto, sus diatribas van principalmente dirigidas hacia Carlo, interpretado
por el también inolvidable Mischa Auer, un gorrón profesional apadrinado por la
Señora Bullock (su mecenas) quien suele evitar la conversación, gimiendo con
afectación: “Dinero, dinero, dinero… El
monstruo de frankenstein que destruye las almas”
Carlo
es un vividor, un parásito que simula ser un artista, y cuyo único talento
consiste en aporrear el piano con el primer verso de “Ochi chornia”, tomar dos raciones de todos
los platos de comida que le sirven e imitar hilarantemente a un simio. La
interpretación de Mischa Auer fue un descubrimiento y le mereció una nominación
al oscar como mejor secundario. En sucesivas películas volvió a repetir este
papel (“Vive como quieras”, “Arizona”…), con similares resultados. Muchas de
las escenas más alocadas y divertidas del film le tienen como referente.
Carlo imitando a un gorila en una de las escenas más recordadas de la película
Irene: “Me da miedo.”
Sra: Bullock: “No, cariño, no tienes que asustarte. No es un gorila de
verdad. Sólo está jugando.”
A la misma altura de los secundarios están los principales protagonistas. William Powell, que también habría de destacar como comediante en “Libelled Lady” o las películas del ciclo “The Thin Man”, está excelente como Godfrey, “un prodigio de reserva y benigna pasividad” como le describe Roger Ebert. La técnica del actor es invisible para los espectadores, pero sin él la película carecería de unidad: su personaje es el pivote sobre el que giran los demás personajes; el extraño que trae algo de sentido común a esta familia. La habilidad de Powell consiste en combinar una cierta sofisticación con la honradez y dignidad proletaria de los obreros de los films de Capra; y en esta película consigue el milagro de pasar de una callada indignación a una servil obediencia, de ser un mayordomo a un rico heredero estudiante de Harvard, de vagabundo a rico hombre de negocios, de la misoginia al callado enamoramiento… sin transiciones bruscas, con una naturalidad sorprendente, consiguiendo que los giros más inverosímiles del argumento se acepten por el espectador sin reservas. Una cualidad propia del mejor cine de esta época, cuya ingenuidad y convicción parecía conseguir el milagro de producir un “lapso de la verosimilitud”; una cualidad intangible que en sus mejores momentos debe equipararse con la “magia”.
“Quiero fregar los platos”. En boca de la Lombard,
hasta la frase más banal se convierte en música.
A
la altura de Powell podemos considerar a su partenaire, Carole Lombard. Toda
morros y ojitos, con su mirada de arrobamiento y su risa chispeante. En la
película, su interpretación parece contagiada de un aire soñador y un
ensimismamiento que la hacen aún más entrañable. Su Irene Bullock es como un
cachorrillo abandonado, que persigue a su amo con absoluta adoración durante
todo el metraje de la película. Su amor incondicional es una convención, pero
no así la interpretación de la actriz, cuyo deseo y callada desesperación se
hace palpable en todo momento. En una escena que comparte con la criada,
comenta "Me gustaría coserle los
botones cuando se le caigan de la ropa”; un comentario nada inocente en
esta época, en que los trajes se ajustaban con hebillas y los únicos botones se
reservaban para la ropa interior. Su romanticismo infantil queda también
patente en aquellos momentos en que se siente despechada por el mayordomo, como
aquella maravillosa escena durante una fiesta de sociedad en la mansión, cuando
acaba llorando en las escaleras, como una niña a la que arrancan un juguete y
envían a la cama sin dormir; contemplando impotente desde la baranda cómo la
felicidad parece escapársele de entre las manos.
Las mujeres siempre lloran por su compromiso y en las
bodas de las demás.
A
partir de este momento, la trama incluye varios giros de guion que incluyen una
promesa falsa de matrimonio, el robo de un collar de perlas, un negocio
millonario montado desde la nada, y una inverosímil operación de acciones en el
mercado mobiliario. Escenas que en cualquier otra película habrían sido
desechadas por fáciles y ridículas, pero que La Cava introduce con elegancia y
sin especial énfasis, a fin de mantener el delicado equilibrio del film. Quizás
la escena más chirriante sea la que comparten Allan Mowbray y William Powell en
un local nocturno. Mowbray ha reconocido a Godfrey como un antiguo compañero de
estudios de la universidad, y éste le convence para no descubrir su identidad
delante de los Bullock. La charla de los dos es algo retórica y expositiva, en
contradicción con el resto de la acción, que es incesante e indirecta. Powell
cuenta su vida pasada y comenta sus planes futuros.
“Porque fuera donde
fuera todo el mundo era Godfrey.”
Este
momento en que se revela al espectador que el encantador vagabundo es en verdad
la oveja negra de una familia respetable de Boston, puede fácilmente parecer un
mero engaño; un truco de Hollywood para resolver convencionalmente una historia
que hasta entonces venía oscilando entre la extravagancia y la indignación
social, y que gracias a este giro argumental, bascula hacia el romanticismo
naif (el sapo resulta ser un príncipe encantado víctima de una “maldición”), la
frivolidad y el mal gusto (los problemas económicos se solucionan montando un
club social en el arrabal, donde los vagabundos ejercen como camareros). Sin
embargo, este giro de guión resulta absolutamente necesario para la
caracterización y evolución de los tres personajes principales: el peculiar
triángulo cuyos vértices constituyen las hermanas Irene y Cornelia Butler, y el
propio Godfrey.
El
pasado de Godfrey esconde una turbulenta relación sentimental con una mujer que
se insinúa frívola y maliciosa. Un
reflejo en cierto modo de lo que es Cornelia: maquinadora y egoísta; o
tal y como la define Godfrey: “un miembro
de esa pandilla de mocosos de Park Avenue” a la que el propio Godfrey
reconoce que llegó a pertenecer. La rivalidad entre las dos hermanas impulsa a
Godfrey a tomar partido por la indefensa Irene; hermosa, infantil, impulsiva...
aunque irremediablemente tonta. Esta peculiar competición le permite también
exorcisar sus propios demonios; olvidarse definitivamente de “aquella” mujer
(cuyo recuerdo estuvo a punto de llevarle al suicidio), y volver a recuperar el
orgullo propio del hombre que una vez fue. Y en cierto modo, este punto de
partida ha sido propiciado por Irene, la persona que le sacó del Arroyo y
confió en él.
En
cuanto a Irene, resulta evidente que por sí sola no tendría ninguna oportunidad
frente a su hermana. Pero gracias a Godfrey, gana en la Gymkhana, y durante el
desarrollo de la trama y a medida que gana nuevas bazas frente a Cornelia,
comienza a liberarse de su complejo de hermana menor y demostrar una astucia
(infantil y artificial quizás, pero astucia al fin y al cabo) de la que hasta
entonces carecía. El amor que siente hacia Godfrey es el detonante para que
Irene crezca e incluso madure. Un proceso paralelo al que sufre su hermana
durante la narración en sus sucesivos conflictos con el mayordomo: Cornelia es
puesta de frente a su propio reflejo en el espejo y su comportamiento puesto
una y otra vez en evidencia; sólo cuando finalmente admite su derrota y
reconoce la caballerosidad de su rival puede despojarse de su armadura y
mostrarse como una chiquilla asustadiza y sensible, que ha venido utilizando su
belleza y el dinero de la familiar como un arma frente a un mundo que ignora y
que intuye hostil.
Partiendo
de estas premisas, parece inevitable que ambas acaben perdidamente enamoradas
de él (como la criada) llorando como magdalenas cuando Godfrey anuncia su
marcha (incluso la Sra. Bullock llora, aunque conociéndola intuimos que más por
mero reflejo que por propia iniciativa). Como también resulta inevitable que
Godfrey emprenda su nueva vida en una oficina instalada en pleno arrabal, con
vistas al río, pues al contrario que en el cine de Mizoguchi, en la película de
La Cava el agua es un elemento de vida, no de muerte. (Cuando conocimos a
Godfrey entre chabolas y basura, al inicio de la película, aún no había perdido
su orgullo, pero ya había decidido adoptar una nueva identidad que le
permitiera reconstruir su vida: se llamará Smith, como los donnadie, en lugar
de Parke, como su familia, perteneciente a la “nobleza” de Boston). El
desgraciado y arruinado millonario, enfrentado a los parias de la tierra,
pierde su tradicional arrogancia (“me has
enseñando humildad” le reconoce a Cornelia al final de la película) y
entierra sus demonios personales (que en comparación con los del resto de
vagabundos, seguramente acabaron por parecerle insignificantes). Es el río lo
que le permite rehacer su vida; el río quien le ha dado la oportunidad de
conocer a Irene; es el propio río la materia prima de la que se sirve para
volver a darse una oportunidad a si mismo y a sus antiguos compañeros de
infortunio (la cohorte de vagabundos)... ¡Y no deja de ser irónico que sea
precisamente una ducha de agua fría la que le demuestre sorpresivamente que
está enamorado de Irene, con la que acabará contrayendo matrimonio en el plano
final, con el trasfondo del puente de Brooklyn y el reflejo de las aguas del
Hudson!
Una gamberrada de Godfrey. ¡La primera pelea que tiene
con Irene! La prueba que su romance tiene un futuro.
Irene comprende que a Godfrey siente algo hacia ella y
salta de entusiasmo: “¡Godfrey me ama! ¡Godfrey me ama!”
“Al
Servicio de las Damas” constituye junta a “Damas del Teatro” la cima del arte
de La Cava. A ello contribuye la ingeniosa historia de Eric Hatch, y un guion
de hierro elaborado por Morrie Ryskind y el propio La Cava, con un estructura
prodigiosa en el que todas las escenas sirven a un fin. Al contrario que otros
films del director (siempre algo desequilibrado en palabras de José Luis Garci,
introduciendo cambios de tono… ¡a veces incluso dentro de una misma escena!),
esta película se desenvuelve con ligereza a lo largo del desarrollo. Todas las
disgresiones y frases de carácter social tienen su contrapartida en la trama.
Así, si uno de los espectadores en la Gymkhana trata a los ricos participantes
de “monos”, vemos en otro momento como uno de ellos (Carlo) actúa como tal). Y
las referencias al lema republicano (“la prosperidad a la vuelta de la esquina”.
“Lleva allí mucho tiempo. Ojalá supiera cuál es la esquina”) tienen su
contrapartida en la escena en que Cornelia amenaza a Godfrey con revelar su
secreto (“Quedemos en la esquina.” “¿En qué esquina?”) Un presagio de que el
destino tiene muchos giros, y que la situación social de señores y criados
puede dar un vuelco de 180º.
El final, en el nuevo club social que monta Godfrey en
el antiguo vertedero (“the dump”) junto al río
Como
director, La Cava dirigió el film ateniéndose a las técnicas que ya había
venido desarrollando desde su incorporación a la Famous Players Larsky: un
rodaje siguiendo el desarrollo del guión, la utilización de música para
estimular a los actores durante el rodaje y la entrega de un guión inacabado a
los intérpretes. Todas estas pautas de trabajo confieren a la obra de La Cava
un tono diferenciador, intransferible respecto al grueso de los directores de
la época, y que permite sobresalir a sus intérpretes, que desarrollan a los
personajes en el mismo orden cronológico que la narración. Un cine con otro
régimen de producción que proporcionaba un mayor margen de maniobra a la figura
del director, y que a la postre fue una de las causas de la prematura
decadencia del director, que fue relegado por los estudios debido a que los
ejecutivos no tenían capacidad de control sobre el material que supuestamente
supervisaban.
LaCava, en un aparte del rodaje, dando instrucciones a
los actores.
La
película fue nominada al oscar en la práctica totalidad de sus principales
categorías. Fue de hecho el primer film que recibió nominaciones en las
categorías de actor, actriz, actor secundario y actriz secundaria. Director y
guionistas también fueron nominados. Sin embargo, sorprendentemente, la
película no fue nominada como la mejor de aquel año, en el que hasta 10
películas recibieron tal honor. Como si el hecho de pertenecer a un género
“menor” como la comedia le impidiera aspirar a mayores prebendas. Nada de esto
importó al público, que la convirtió en un fenomenal éxito de taquilla. En años
sucesivos surgieron diversas imitaciones, entre ellas un título notable y
olvidado hoy en día: “Merrily we live” (1938). También gozó de un remake con
David Niven (“Millonario Aristócrata”, 1957), dirigido por el correcto Henry
Koster, aún más superficial que el original y carente por completo de las
virtudes de aquél.
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