sábado, 12 de abril de 2014

AL SERVICIO DE LAS DAMAS

MY MAN GODFREY (1936)
Gregory La Cava


My Man Godfrey. Una producción de Charles R. Rogers y Gregory La Cava  para Universal Pictures. Dirigida por Gregory La Cava. Guión: Eric Hatch y Morrie Ryskind, sobre la novella de Eric Hatch. Fotografía: Ted Tetzlaff. Montaje: Ted J. Kent y Russell F. Schoengarth. Dirección artística: Charles D. Hall. Música: Charles Previn. Interpretada por: William Powell, Carole Lombard, Gail Patrick, Alice Brady, Eugene Pallette, Alan Mowbray, Jean Dixon, Misha Auer, Flanklin Pangborn.
94 min. ByN.

Una reedición de la novela “1101 Park Avenue”, rebautizada para la ocasión con el nombre de la película. El escritor, Eric Hatch, fue responsable del guion de otra famosa comedia de la época: “La Pareja Invisible” (Topper, 1937)

Al Servicio de las Damas puede considerarse la “Screwball Movie” arquetípica. Llamamos “screwballs” a un tipo de comedia (que en España se denominó “comedia loca”) de ritmo frenético y diálogos punzantes (herencia de la obra de teatro “Primera Plana” -The Front Page- de Ben Hecht y Charles Mac Arthur) donde personajes extravagantes pertenecientes a la Alta Sociedad se veían atrapados en sucesivos enredos, a cada cual más desenfrenado y absurdo. En muchas de ellas, un personaje externo (llamémosle Gary Cooper, CaryGrant o William Powell, entre los masculinos; Claudette Colbert, Jean Arthur o Ginger Rogers entre los femeninos) se veía inmiscuido dentro de una familia o una fauna de personajes de comportamiento infantil o decididamente absurdo, y actuaba como pivote de la acción, bien introduciendo algo de sentido común o conciencia a los demás personajes (como en esta película) o bien viéndose abducido por la alegría y locura circundante (como en “La Fiera de mi Niña” de Howard Hawks). Dentro de las Screwballs podemos incluir una docena de obras maestras de la llamada Edad de Oro del cine de Hollywood. Junto a las ya referidas, cabe destacar: “La Comedia de la Vida” y “Luna Nueva” de Howard Hawks; “Sucedió una noche”, “El Secreto de Vivir”, “Vive como quieras” y “Arsénico por compasión” de Frank Capra; “Una Chica Afortunada” y “Medianoche” de Mitchell Leisen; “Four´s a Crowd” de Michael Curtiz; “Pasaporte a la Fama” de John Ford; “La Pícara Puritana” de Leo Mac Carey; “La Octava Mujer de Barbazul” y “Ser o no Ser” de Ernst Lubistch; “Las dos caras de Eva” y “Un Marido Rico” de Preston Sturges; y en un tono más serio: “El amor llamó dos veces” de George Stevens; “Historias de Filadelfia” de George Cukor y “Sucedió una Vez” del referido Gregory La Cava. Todas ellas realizadas en el periodo que va desde el año 1934 a 1942. Y cada una de ellas, pese al tiempo transcurrido, entre las grandes comedias americanas de todos los tiempos.


Durante este periodo, tanto la MGM como la Paramount se especializaron en realizar películas con glamour: grandes escenarios detalladamente iluminados, con personajes perennemente vestidos en chaqués y trajes de noche, fracs, chisteras y trajes de lentejuelas… Cuentos de hadas modernos para la demanda de un público que tras varios años de pérdidas económicas, volvían a los cines para olvidarse de los problemas diarios y sumergirse en un mundo de fantasía y riqueza que sólo podían soñar. Aunque los peores años de la Gran Depresión habían trascurrido ya, tanto los indices de paro como el déficit económico seguían siendo muy altos (con el Producto Interior Bruto apenas alcanzando el 60% del gasto público). En las ciudades, los veteranos de la primera guerra mundial, que no podían cobrar su pensión, inundaron barrios enteros de chabolas llamadas “Hooverville”, en honor del infame presidente Hoover, cuya actitud pasiva propició el crac del 29, y quien llegó a justificar la situación con afirmaciones como: “los vagabundos de Estados Unidos viven mejor que en ninguna otra parte del mundo. Pueden comer hasta 10 veces al día”. Esta fauna humana de desempleados, vagabundos y venidos a menos eran colectivamente denominados “the forgotten men” (hombres olvidados). Y su mera presencia, la prueba evidente que el lema de los republicanos “la prosperidad está a la vuelta de la esquina”, seguía siendo una falacia.

En los mismos títulos de crédito, un paneo traslada la acción desde los lujosos rascacielos hasta el vertedero municipal, plagado de chabolas

“Al Servicio de las Damas” une estos dos mundos desde sus primeras imágenes. Los lujosos letreros de neón y los edificios de lujo viven puerta con puerta con situaciones de extrema pobreza. Los camiones de basura vierten su carga diaria en el vertedero municipal y decenas de vagabundos se arremolinan a su alrededor, armados de latas vacía, para buscar algún alimento entre los despojos. La presencia de las autoridades es soportada estoicamente por los deshechos humanos que pueblan esta pocilga, y que mascullan a media voz: “Si esos polis se ocuparan de sus negocios y dejaran a los tipos honrados en paz...este país llegaría a ser algo sin necesidad de tanta ayuda social.” Estos hombres no buscan caridad; sólo una oportunidad de poder ganarse la vida con su esfuerzo. El lema republicano se hace oír irónicamente en los minutos iniciales de la película (“La prosperidad a la vuelta de la esquina. Lleva allí mucho tiempo. Ojalá supiera cuál es la esquina”). Es evidente que Gregory La Cava apoya la política del New Deal del demócrata Roosevelt, que durante cuatro años ha financiado políticas de empleo y obra pública para mitigar el drama social (la economía familiar no entiende de estadísticas, sino del día a día), y que ahora en 1936, el año de realización de la película, se habría de enfrentar a unas nuevas elecciones que se preveían conflictivas.
   
Sentado en el vertedero, Godfrey mira obsesivamente la corriente del río: quizás ya está concibiendo una idea en su mente para transformar el desierto de esta nueva ”tierra de promisión” en un vergel

Frente a la actitud bienintencionada y paternalista de otras comedias de época, el compromiso social de Al Servicio de las Damas es sincero, aunque no necesariamente acertado. A lo largo del metraje, se hacen frecuentes disgresiones y comentarios socioeconómicos que transmiten un sentimiento de genuina indignación. “La única diferencia entre un vagabundo y un hombre es un empleo”, llega a decir William Powell en un momento de la película. Los ricos de Park Avenue son criticados por su frivolidad y dispendio. Y cuando Cornelia Bullock y su acompañante aparecen en el vertedero con la idea de “alquilar un vagabundo” (una de la pruebas de la Gymkhana: uno de esos frívolos juegos de sociedad para ricos adinerados, realizado bajo la apariencia de obra de caridad… si es que sobre dinero, que “nunca sobra” según Irene Bullock), recibe de Godfrey una oportuna respuesta a su vanidad: ser arrojada a un montón de basura; lo que refleja claramente cuál es la idea que el vagabundo tiene tanto de ella como de los de su clase. Una valoración que no duda en transmitir a los miembros de la Alta Sociedad que participan de estos “jueguecitos frívolos” con los que pretenden mitigar su mala conciencia, una vez accede a acompañar a Irene Bullock (la aniñada hermana de Cornelia) a la Gymkhana.
  

LA GHYMKANA: una “fiesta de caridad” aún más absurda que el “Plácido” de Berlanga. Entre los atribulados asistentes, se encuentran los restantes miembros de la familia Bullock. Mientras la señora Bullock arrastra una cabra al estrado, su avergonzado marido toma una copa en la barra del bar:

Hombre en el bar:     “Fíjese en esa chiflada con la cabra.”
Sr. Bullock:               “Llevo veinte años mirándola, es la señora Bullock.”
Hombre en el bar:     “Lo siento mucho.”
Sr. Bullock:              “¿Cómo cree que me siento yo?”

La mimada y caprichosa Cornelia no soporta perder ni dejar de ser el objeto de atención de la multitud: <¡Nadie se enfrenta a mí sin afrontar las consecuencias!>, advierte a Godfrey.

Irene vence a la Gymkhana. El premio consigue hacerla arrancar una sonrisa: ¡por fin ha conseguido ganar a su hermana en algo!... Pero la copa pronto pasa a ser un nuevo trasto sin importancia. Lo importante no es el premio, sino la emoción de sentirse valorada.

Tras la Gymkhana, Irene tira su premio para dirigirse a Godfrey, que hace ademán de huir de esa “Feria de las Vanidades” que constituye la Alta Sociedad. “Nunca le habría traído si hubiera sabido que iba a sentirse humillado”, le dice Irene con desarmante ingenuidad. “Ahora me siento responsable de usted”, para añadir a continuación “¿Sabe servir?” (en el original, un inolvidable “D´you butle?”); una propuesta que Godfrey finalmente acepta: todo hombre necesita un empleo, y él, gracias a Irene, ya tiene una oportunidad de volver a sentirse un hombre. “Será usted mi protegido”, sonríe Irene complacida. En parte, porque apenas hace un año que perdió a su gatito, que se le murió las navidades pasadas. Pero también porque durante la prueba de la Gymkhana, cuando el árbitro del concurso (Franklin Pangborn) se interesó por la identidad de Godfrey y le preguntó si le buscaba la policía, Godfrey respondió: “Ese es mi problema. Nadie me quiere”, una respuesta que encandila a Irene: ¡ella también se siente no querida… y por fin ha encontrado una mascota a la que hacer objeto de su amor incondicional! Esta idea se ve confirmada cuando Godfrey le comenta: “La gente que recoge gatos perdidos dice que son las mejores mascotas”, a lo que ella contesta: “Tenía pulgas. Usted es diferente. Utiliza palabras importantes y es mucho más mono.”

El resto de la familia Bullock con Carlo, el “protegido” de mamá

Un fundido nos conduce a la secuencia siguiente: Godfrey entra uniformado a la mansión de los Bullock y es aleccionado por la criada de sus deberes como sirviente, que supone tener que aguantar los desmanes y caprichos de cada miembro de la familia. ¡Y qué familia…! La Señora Bullock es una lunática que cree ver duendecillos las mañanas de resaca (“…¡Y siempre tiene resaca!”, advierte la doncella). El personaje, interpretado por Alice Brady con un tono de voz ligeramente chillón, tiene muchos de los mejores diálogos de la película, como cuando advierte que debe existir una vena de locura en la familia de su marido, pues como toda maniática que se precie, considera que es el resto del mundo el que se ha vuelto loco a su alrededor. Su hija Cornelia (interpretada con convicción por la bella Gail Patrick, con sus cejas arqueadas hacia abajo y actitud despectiva y soberbia) es altiva, caprichosa y egoísta, y encuentra en Godfrey un nuevo juego con el que intentar frustrar a su mocosa hermana Irene.

Una maravillosa composición deTed Tetzlaff (atención a la escultura de Diana Cazadora encima de Cornelia, que compensa simétricamente el plano): Irene contempla temerosa las aproximaciones de su hermana hacia Godfrey. ¡Teme, con razón, que esta pretenda que su “mascota” cambie de dueño!

Esta introducción de cada miembro de la familia es muy interesante, pues describe no ya la personalidad de cada una de las mujeres de la casa, sino aún más sutilmente, el papel que van a desempeñar cada una en la vida del protagonista. La señora Brady es cordial y amigable con Godfrey, al que considera un buen mayordomo (el anterior se llevó la vajilla) y de mucha utilidad (Godfrey le prepara un “destornillador” para suavizar la resaca). Irene, por su parte, consigue que se siente junto a ella en la cama (se siente incómoda si él no permanece en posición sedente) y no esconde su atracción por él. En cambio, nunca llegamos a entrar en la habitación de Cornelia, de la que Godfrey es echado violentamente (la cámara permanece en el pasillo cuando Godfrey entra a llevarle el desayuno). Una decisión inteligente que refuta la presunción de que La Cava era un cineasta meramente instintivo.

El enorme Eugene Pallete conoce a su nuevo mayordomo

Tras salir de la habitación de Cornelia, Godfrey se tipa con el patriarca de los bullock, el orondo y genial Eugene Pallette, con su voz bronca de sapo, quen no deja de mirarle consternado mientras bajan las escaleras, temeroso quizás de haberse topado con el amante de una de sus hijas. “Le advierto que en mi juventud fui campeón de lucha libre”, le espeta finalmente al mayordomo en uno de los diálogos más elegantes y divertidos de una película que no es precisamente sutil.

Eugene Pallette fue uno de los actores habituales de La Cava (divertidísima su interpretación en “The Half Naked Truth” donde se hacía pasar por un improbable eunuco) y está maravilloso en un papel que en otras screwballs recaería sobre Walter Connolly o Charles Coburn. En “Al Servicio de las Damas” buena parte de sus escenas tienen por objeto sus reiteradas quejas por el dispendio de su familia, cuyo escandaloso tren de vida amenaza con llevarle a la ruina. En concreto, sus diatribas van principalmente dirigidas hacia Carlo, interpretado por el también inolvidable Mischa Auer, un gorrón profesional apadrinado por la Señora Bullock (su mecenas) quien suele evitar la conversación, gimiendo con afectación: “Dinero, dinero, dinero… El monstruo de frankenstein que destruye las almas”


Carlo es un vividor, un parásito que simula ser un artista, y cuyo único talento consiste en aporrear el piano con el primer verso de  “Ochi chornia”, tomar dos raciones de todos los platos de comida que le sirven e imitar hilarantemente a un simio. La interpretación de Mischa Auer fue un descubrimiento y le mereció una nominación al oscar como mejor secundario. En sucesivas películas volvió a repetir este papel (“Vive como quieras”, “Arizona”…), con similares resultados. Muchas de las escenas más alocadas y divertidas del film le tienen como referente.

Carlo imitando a un gorila en una de las escenas más recordadas de la película

Sra: Bullock: “Qué gracioso, se sube por la ventana, mira.”
Irene:          Me da miedo.”
Sra: Bullock: “No, cariño, no tienes que asustarte.No es un gorila de verdad. Sólo está jugando.”


A la misma altura de los secundarios están los principales protagonistas. William Powell, que también habría de destacar como comediante en “Libelled Lady” o las películas del ciclo “The Thin Man”, está excelente como Godfrey, “un prodigio de reserva y benigna pasividad” como le describe Roger Ebert. La técnica del actor es invisible para los espectadores, pero sin él la película carecería de unidad: su personaje es el pivote sobre el que giran los demás personajes; el extraño que trae algo de sentido común a esta familia. La habilidad de Powell consiste en combinar una cierta sofisticación con la honradez y dignidad proletaria de los obreros de los films de Capra; y en esta película consigue el milagro de pasar de una callada indignación a una servil obediencia, de ser un mayordomo a un rico heredero estudiante de Harvard, de vagabundo a rico hombre de negocios, de la misoginia al callado enamoramiento… sin transiciones bruscas, con una naturalidad sorprendente, consiguiendo que los giros más inverosímiles del argumento se acepten por el espectador sin reservas. Una cualidad propia del mejor cine de esta época, cuya ingenuidad y convicción parecía conseguir el milagro de producir un “lapso de la verosimilitud”; una cualidad intangible que en sus mejores momentos debe equipararse con la “magia”.

“Quiero fregar los platos”. En boca de la Lombard, hasta la frase más banal se convierte en música.

A la altura de Powell podemos considerar a su partenaire, Carole Lombard. Toda morros y ojitos, con su mirada de arrobamiento y su risa chispeante. En la película, su interpretación parece contagiada de un aire soñador y un ensimismamiento que la hacen aún más entrañable. Su Irene Bullock es como un cachorrillo abandonado, que persigue a su amo con absoluta adoración durante todo el metraje de la película. Su amor incondicional es una convención, pero no así la interpretación de la actriz, cuyo deseo y callada desesperación se hace palpable en todo momento. En una escena que comparte con la criada, comenta "Me gustaría coserle los botones cuando se le caigan de la ropa”; un comentario nada inocente en esta época, en que los trajes se ajustaban con hebillas y los únicos botones se reservaban para la ropa interior. Su romanticismo infantil queda también patente en aquellos momentos en que se siente despechada por el mayordomo, como aquella maravillosa escena durante una fiesta de sociedad en la mansión, cuando acaba llorando en las escaleras, como una niña a la que arrancan un juguete y envían a la cama sin dormir; contemplando impotente desde la baranda cómo la felicidad parece escapársele de entre las manos.

Las mujeres siempre lloran por su compromiso y en las bodas de las demás.

A partir de este momento, la trama incluye varios giros de guion que incluyen una promesa falsa de matrimonio, el robo de un collar de perlas, un negocio millonario montado desde la nada, y una inverosímil operación de acciones en el mercado mobiliario. Escenas que en cualquier otra película habrían sido desechadas por fáciles y ridículas, pero que La Cava introduce con elegancia y sin especial énfasis, a fin de mantener el delicado equilibrio del film. Quizás la escena más chirriante sea la que comparten Allan Mowbray y William Powell en un local nocturno. Mowbray ha reconocido a Godfrey como un antiguo compañero de estudios de la universidad, y éste le convence para no descubrir su identidad delante de los Bullock. La charla de los dos es algo retórica y expositiva, en contradicción con el resto de la acción, que es incesante e indirecta. Powell cuenta su vida pasada y comenta sus planes futuros.

“Porque fuera donde fuera todo el mundo era Godfrey.”

Este momento en que se revela al espectador que el encantador vagabundo es en verdad la oveja negra de una familia respetable de Boston, puede fácilmente parecer un mero engaño; un truco de Hollywood para resolver convencionalmente una historia que hasta entonces venía oscilando entre la extravagancia y la indignación social, y que gracias a este giro argumental, bascula hacia el romanticismo naif (el sapo resulta ser un príncipe encantado víctima de una “maldición”), la frivolidad y el mal gusto (los problemas económicos se solucionan montando un club social en el arrabal, donde los vagabundos ejercen como camareros). Sin embargo, este giro de guión resulta absolutamente necesario para la caracterización y evolución de los tres personajes principales: el peculiar triángulo cuyos vértices constituyen las hermanas Irene y Cornelia Butler, y el propio Godfrey.
  

El pasado de Godfrey esconde una turbulenta relación sentimental con una mujer que se insinúa frívola y maliciosa. Un  reflejo en cierto modo de lo que es Cornelia: maquinadora y egoísta; o tal y como la define Godfrey: “un miembro de esa pandilla de mocosos de Park Avenue” a la que el propio Godfrey reconoce que llegó a pertenecer. La rivalidad entre las dos hermanas impulsa a Godfrey a tomar partido por la indefensa Irene; hermosa, infantil, impulsiva... aunque irremediablemente tonta. Esta peculiar competición le permite también exorcisar sus propios demonios; olvidarse definitivamente de “aquella” mujer (cuyo recuerdo estuvo a punto de llevarle al suicidio), y volver a recuperar el orgullo propio del hombre que una vez fue. Y en cierto modo, este punto de partida ha sido propiciado por Irene, la persona que le sacó del Arroyo y confió en él.

En cuanto a Irene, resulta evidente que por sí sola no tendría ninguna oportunidad frente a su hermana. Pero gracias a Godfrey, gana en la Gymkhana, y durante el desarrollo de la trama y a medida que gana nuevas bazas frente a Cornelia, comienza a liberarse de su complejo de hermana menor y demostrar una astucia (infantil y artificial quizás, pero astucia al fin y al cabo) de la que hasta entonces carecía. El amor que siente hacia Godfrey es el detonante para que Irene crezca e incluso madure. Un proceso paralelo al que sufre su hermana durante la narración en sus sucesivos conflictos con el mayordomo: Cornelia es puesta de frente a su propio reflejo en el espejo y su comportamiento puesto una y otra vez en evidencia; sólo cuando finalmente admite su derrota y reconoce la caballerosidad de su rival puede despojarse de su armadura y mostrarse como una chiquilla asustadiza y sensible, que ha venido utilizando su belleza y el dinero de la familiar como un arma frente a un mundo que ignora y que intuye hostil.


Partiendo de estas premisas, parece inevitable que ambas acaben perdidamente enamoradas de él (como la criada) llorando como magdalenas cuando Godfrey anuncia su marcha (incluso la Sra. Bullock llora, aunque conociéndola intuimos que más por mero reflejo que por propia iniciativa). Como también resulta inevitable que Godfrey emprenda su nueva vida en una oficina instalada en pleno arrabal, con vistas al río, pues al contrario que en el cine de Mizoguchi, en la película de La Cava el agua es un elemento de vida, no de muerte. (Cuando conocimos a Godfrey entre chabolas y basura, al inicio de la película, aún no había perdido su orgullo, pero ya había decidido adoptar una nueva identidad que le permitiera reconstruir su vida: se llamará Smith, como los donnadie, en lugar de Parke, como su familia, perteneciente a la “nobleza” de Boston). El desgraciado y arruinado millonario, enfrentado a los parias de la tierra, pierde su tradicional arrogancia (“me has enseñando humildad” le reconoce a Cornelia al final de la película) y entierra sus demonios personales (que en comparación con los del resto de vagabundos, seguramente acabaron por parecerle insignificantes). Es el río lo que le permite rehacer su vida; el río quien le ha dado la oportunidad de conocer a Irene; es el propio río la materia prima de la que se sirve para volver a darse una oportunidad a si mismo y a sus antiguos compañeros de infortunio (la cohorte de vagabundos)... ¡Y no deja de ser irónico que sea precisamente una ducha de agua fría la que le demuestre sorpresivamente que está enamorado de Irene, con la que acabará contrayendo matrimonio en el plano final, con el trasfondo del puente de Brooklyn y el reflejo de las aguas del Hudson!

Una gamberrada de Godfrey. ¡La primera pelea que tiene con Irene! La prueba que su romance tiene un futuro.

Irene comprende que a Godfrey siente algo hacia ella y salta de entusiasmo: “¡Godfrey me ama! ¡Godfrey me ama!”

“Al Servicio de las Damas” constituye junta a “Damas del Teatro” la cima del arte de La Cava. A ello contribuye la ingeniosa historia de Eric Hatch, y un guion de hierro elaborado por Morrie Ryskind y el propio La Cava, con un estructura prodigiosa en el que todas las escenas sirven a un fin. Al contrario que otros films del director (siempre algo desequilibrado en palabras de José Luis Garci, introduciendo cambios de tono… ¡a veces incluso dentro de una misma escena!), esta película se desenvuelve con ligereza a lo largo del desarrollo. Todas las disgresiones y frases de carácter social tienen su contrapartida en la trama. Así, si uno de los espectadores en la Gymkhana trata a los ricos participantes de “monos”, vemos en otro momento como uno de ellos (Carlo) actúa como tal). Y las referencias al lema republicano (“la prosperidad a la vuelta de la esquina”. “Lleva allí mucho tiempo. Ojalá supiera cuál es la esquina”) tienen su contrapartida en la escena en que Cornelia amenaza a Godfrey con revelar su secreto (“Quedemos en la esquina.” “¿En qué esquina?”) Un presagio de que el destino tiene muchos giros, y que la situación social de señores y criados puede dar un vuelco de 180º.

El final, en el nuevo club social que monta Godfrey en el antiguo vertedero (“the dump”) junto al río

Como director, La Cava dirigió el film ateniéndose a las técnicas que ya había venido desarrollando desde su incorporación a la Famous Players Larsky: un rodaje siguiendo el desarrollo del guión, la utilización de música para estimular a los actores durante el rodaje y la entrega de un guión inacabado a los intérpretes. Todas estas pautas de trabajo confieren a la obra de La Cava un tono diferenciador, intransferible respecto al grueso de los directores de la época, y que permite sobresalir a sus intérpretes, que desarrollan a los personajes en el mismo orden cronológico que la narración. Un cine con otro régimen de producción que proporcionaba un mayor margen de maniobra a la figura del director, y que a la postre fue una de las causas de la prematura decadencia del director, que fue relegado por los estudios debido a que los ejecutivos no tenían capacidad de control sobre el material que supuestamente supervisaban.

LaCava, en un aparte del rodaje, dando instrucciones a los actores.

La película fue nominada al oscar en la práctica totalidad de sus principales categorías. Fue de hecho el primer film que recibió nominaciones en las categorías de actor, actriz, actor secundario y actriz secundaria. Director y guionistas también fueron nominados. Sin embargo, sorprendentemente, la película no fue nominada como la mejor de aquel año, en el que hasta 10 películas recibieron tal honor. Como si el hecho de pertenecer a un género “menor” como la comedia le impidiera aspirar a mayores prebendas. Nada de esto importó al público, que la convirtió en un fenomenal éxito de taquilla. En años sucesivos surgieron diversas imitaciones, entre ellas un título notable y olvidado hoy en día: “Merrily we live” (1938). También gozó de un remake con David Niven (“Millonario Aristócrata”, 1957), dirigido por el correcto Henry Koster, aún más superficial que el original y carente por completo de las virtudes de aquél.























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