NOBLEZA OBLIGA (1935)
Leo Mac Carey
“Ruggles of Red Gap”. Una producción de Arthur Hornblow para Paramount Pictures. Director: Leo McCarey. Guión: Walter De Leon, Harlan Thompson, and Humphrey Pearson, sobre la novela y la obra de teatro de de Harry Leon Wilson. Fotografía: Alfred Gilks. Dirección artística: Hans Dreier, Robert Odell. Vestuario: Travis Banton. Montaje: Edward Dmytryk. Música: Ralph Rainger, Sam Coslow. Interpretes: Charles Laughton, Charles Ruggles, Mary Boland, ZaSu Pitts, Roland Young, Leila Hyams, Maude Eburne, Lucien Littlefield, Leota Lorraine, James Burke, Dell Henderson, Brenda Fowler.ByN. 90 ms.
Un cartel del musical de
Broadway.
“Nobleza Obliga” es una encantadora comedia rodada
por Leo Mac Carey con su habitual habilidad, en la que se combinan sin
estridencias la sátira política, el sentimentalismo inocuo y la filosofía
política-social, todo ello aderezado con abundantes momentos de comedia. La
película se beneficia de un fenomenal casting que incluye a Charles Laughton,
ZaSuPitts, Mary Boland, Charles Ruggles, Roland Young y Leila Hyams; todos
ellos excelentes, como por otra parte suele ser habitual en las películas de
este director, a quien rara vez se le ha reconocido su talento para la
dirección de actores.
Esta es la tercera versión de la conocida novela de
Harry Leon Wilson, que ya conoció dos versiones anteriores en 1918 y 1923.
(Existe una cuarta versión en color con Red Skelton.) El protagonista,
Marmaduke Ruggles, es el ayuda de cámara (o mayordomo, para simplificar) de un
noble inglés venido a menos: Earl deBumstead, indolente y despistado, cuya
relación con Ruggles parece provenir desde la infancia (Ruggles hace referencia
a que su posición deviene de varias generaciones de mayordomos, por lo que es fácil
suponer que su padre debió servir al anterior señor de Bumstead, y su abuelo al
padre de aquél). Una amistad lastrada por las diferencias de clase que les
separan, y que lejos de basarse en su propios méritos personales (es evidente
que Earl es un inútil con título, como el Wooster de los relatos escritos por P.G.
Woodehouse con el mayordomo Jeeves de protagonista), se funda exclusivamente en
una costumbre social largamente arraigada (los sirvientes no se sientan en
presencia de sus “superiores”, tal y como señala Ruggles en un momento
posterior).
"...milagrosamente, un hombre sale a la luz. Un hombre importante,
dentro de su asumida insignificancia. Un hombre cuyo futuro depende
exclusivamente de sus propias decisiones”.
Amo y criado comparten cierta visión paternalista
sobre la vida en provincias, sobre la
que bromean con cierta condescendencia (“el salvaje oeste... la tierra de la
esclavitud” señala Ruggles, a lo que Bumstead responde dubitativo: “Umm... creo
que una tal Pocahontas puso fin a eso”). La conversación es banal, pero se
advierte que Bumstead está preocupado por algo y que,lejos de bromear, está
buscando la oportunidad de trasmitir aRuggles una lamentable noticia: que ya no
necesita de sus servicios. Ruggles ha de pasar ahora a trabajar para un nuevo
amo: un matrimonio de nuevos ricos americanos que le han ganado en una partida
de cartas. En suma, Ruggles pasa de ser un sirviente a ser tratado como un mero
objeto, y su rápida asunción de la noticia revela bastante a las claras que las
convenciones sociales de la civilizada Inglaterra no son tan distintas de la
visión que tiene de Estados unidos como una “tierra de esclavitud”; las
diferencias de clase no entienden de derechos individuales.
“No creas que no te tengo en estima. Sólo hice valer una fase del juego
en la que soy particularmente bueno. Se llama `alardear´. (...) El caso es que
alardeé con tres ochos frente a un juego de picas. Y te perdí por una minucia:
un simple ocho”
La pareja Americana que ha Ganado los servicios de Ruggles
a las cartas son el matrimonio Floud. La “sal de la tierra”, un par de nuevos
ricos gracias al petróleo encontrado en sus tierras, bienintencionados y
cordiales. El marido, Egbert, sigue siendo un cateto hortera, que gusta de
utilizar trajes a cuadros y sombrero vaquero. La mujer, Effie, busca
desesperadamente ascender en la escala social, y considera que Ruggles puede
serle de gran ayuda para convertir a Egbert en un caballero. Durante este
primer acto, el argumento plantea tres conflictos: el contraste entre dos
mundos, el nuevo y el viejo mundo; las diferencias de clase entre la antigua
nobleza y la emergente burguesía adinerada; y los intentos frustrados de educar
a Egbert, que finalmente se reducen a cambiarle la vestimenta y recortarle el
bigote (si no puede ser un caballero, al menos que parezca uno de ellos). Las
pretensiones de Effie se terminan reduciendo a un mero juego de apariencias
que, finalmente, se evidenciarán superfluas: la valía de un hombre no se mide
por sus modales o posición social, sino por otros valores inmanentes y de mayor
importancia: la honestidad, el sentido de la amistad y la bonhomía de los Floud
serán los principios por los que Ruggles se guiará en el futuro.
Los Floud
La peculiar relación entre el matrimonio Floud sirve
de contraste con la otra relación que une a Ruggles con su antiguo amo, Earl de
Bumstead, revelando los aspectos negativos de ésta. El snobismo de Effie se
equipara en cierto modo al sentido del decoro de Bumstead. Effie espera que
Ruggles aporte distinción y un cierto “joy
da vee” a la vida social de su pueblo natal, Red Gap. Existe una clara voluntad
de trasladar las convenciones sociales del viejo mundo al nuevo mundo, y en
esta operación se evidencia la caducidad de la concepción europea de las
relaciones de clase; un esquema que no puede ser trasladado pacíficamente a una
comunidad que se rige por el principio de que todos los hombres son iguales
ante la ley, y en el que el progreso se mide por el esfuerzo personal, y no por
los apellidos familiares de sus miembros, de lo que se infiere que la libertad
personal y las convenciones sociales son recíprocamente incompatibles.
Hasta el mostacho de Egbert
tiene que ceder ante el sentido del decoro de Effie y Ruggles. Pero son sólo
cambios cosméticos que en nada afectan a su forma de ser. Pues, al igual que el
inmortal Popeye de Segar, Egbert sigue proclamando. “Yo soy lo que soy.Y eso es lo que soy.”
Las maquinaciones de Effie carecen por completo de
eficacia. Egbert sigue actuando de forma generosa e impulsiva, y es sumamente
paciente con las pretensiones sociales que impulsan a Effie, cuyas
maquinacionesacaban volviéndose reiteradamente contra ella, convirtiéndola en
objeto de una broma que ella sola ha construido artificialmente a su alrededor.
De hecho, lejos de lo pretendido por Effie, en lugar de ser Ruggles el que
eduque a Egbert es éste quien acaba influyendo a aquel. Cuando Egbert insiste
en que Ruggles se siente a su lado en una terraza, ante la renuencia de éste,
que considera la invitación inapropiada “porque
un sirviente nunca debe sentarse junto a su superior”, le responde
terminante, diciendo: “Tonterías. Yo soy
tan bueno como lo eres tú, y tú eres tan bueno como yo”. Una proclama igualitaria que acaba
convenciendo a Ruggles de acompañar a su señor a tomar un trago… y que finalmente
le conduce a la que será, seguramente, la primera borrachera de su vida.
Egbert y un amigo de Red Gap
ríen a carcajadas entre constantes “Mylords” e inclinaciones de cabeza, imitando
las ridículas costumbres de la nobleza europea, mientras Ruggles se enfrenta a
su primera experiencia con el alcohol.
Si estas escenas parecen una mera traslación de la
fábula del ratón de campo y el ratón de ciudad (o de las españoladas de Paco Martínez Soria, haciendo prevalecer los valores
rurales frente a la modernidad de un mundo que le resulta ajeno), “Nobleza
obliga” pronto supera estas convenciones en el segundo acto de la narración,
cuando Egbert y los Floud se trasladan a Red Gap. Este cambio de escenario
incluye también un cambio temporal: nos encontramos en el cambio de siglo, y
del mismo modo que Europa parece vivir en el S. XIX, la comunidad de Red Gap anuncia
lo que habrá de ser el siglo XX: un mundo en construcción(como lo era a su modo
Nuggetville en “Six of a Kind” de 1934, otro título del director), una
comunidad idílica y virgen que permite a Ruggles iniciar su nueva andadura. No
en vano, los aldeanos y vecino de los Floud acogen al mayordomo con entusiasmo,
acogiéndole como “uno de los suyos”, y le tratan como una celebridad, en parte
porque Egbert le apoda cariñosamente como “coronel”, lo que hace a todo el
mundo creer que es un oficial retirado del ejército.
La llegada a Red Gap, una
nueva tierra de promisión.
Convertido en una celebridad, Ruggles se ve paradójicamente
respetado como un señor, y no como un criado. Una posición de la que llega a
disfrutar (utilizando la biblioteca de los Floud como la suya propia) pero que
no acaba de confundirle, pues tampoco los aldeanos le dan mayor importancia,
aparte de las estiradas amistades de Effie (unos gorrones al fin y al cabo) y
de su cuñado, Charles Belknap-Jackson; un advenedizo con ínfulas de señor que
se ha casado con la hermana de Elfie exclusivamente por su dinero. Al
contrario, como advierte en poco tiempo, el grado de “coronel” únicamente sirve
para distanciarle de la viuda Mrs. Judson (la nerviosa y excéntrica ZaSuPitts),
que mira con recelo las atenciones de Ruggles, pensando que sus comentarios
gastronómicos (ambos son buenos cocineros), lejos de ser bienintencionados,
pretenden marcar distancias, alentando las diferencias sociales entre ambos.
Ruggles comprende pronto que, en Red Gap, ser un
señor, lejos de ser una ventaja, resulta ser un inconveniente. Como Coronel
retirado del ejército, la celebridad de Ruggles únicamente le vale para ser
tratado como un “objeto” petulante de admiración en las cenas de sociedad de
Effie. Como Ruggles, en cambio, es tratado como igual por todos los vecinos. Las
diferencias de clase ceden ante el sentido de comunidad. Esta idea queda puesta
de manifiesto por el personaje de “Ma”, la madre de Effie y la auténtica dueña
de Red Gap (el imperio petrolero de los Floud es en verdad suyo); una mujer
dinámica y extrovertida, que viste como un vaquero, y que asume que su posición
económica es sólo fruto de la casualidad, y no un motivo de orgullo.El dinero
no ha conseguido cambiar a Ma, que mantiene sus antiguas costumbres y
amistades, y mira con recelo y chanza las aspiraciones de clase de sus hijas.
“Entonces… ¿es usted tambien un sirviente?”, pregunta regocijada la viuda Mrs. Judson.
Los aspectos más superficiales de la “civilización”
se advierten sobrevalorados e intrascendentes en Red Gap. El progreso es mucho más
que un sombrero de copa y unos gemelos (el nuevo atuendo de Egbert, pronto
relegado). El acento inglés y los modales exquisitos de Ruggles se ven
ridículos en la persona de Effie Floud, cuando ésta intenta exageradamente
imitarlo. La propia Effie está incómoda ante lo que considera modales
refinados, y ocasionalmente deja traslucir su verdadera personalidad, como
cuando instruye a Ruggles cómo prepararse un “destornillador” para calmar la
resaca, o cuando da una merecida patada en el trasero a su cuñado, en el momento
que éste la informa que ha despedido al mayordomo.
Ruggles pierde el trabajo debido al recelo y
petulencia de Belknap-Jackson. Pero esta situación, que en principio se plantea
como un drama para él, le permite madurar. Alejado de su posición de sirviente,
Ruggles decide seguir su propio camino (con la ayuda de Egbert y Ma Floud), y
pronto aprenderá a tomar sus propias decisiones y ser su propio amo.
El tercer acto de la
narración: Ruggles y sus amigos deciden abrir un restaurante.
La evolución de Ruggles le lleva de la servidumbre
a la libertad; desde la dependencia a la autosuficiencia; de la diferencia de
clases a la igualdad social. Esta transición se manifiesta desde el principio,
mostrando la discordancia o disfuncionalidad de su educación en su nuevo
entorno (el matrimonio Floud y la comunidad rural de Red Gap). Y alcanza su
clímax en la justamente famosa escena en que recita el discurso de Lincoln en
Gettysburg,que concluye con la diatriba: “un gobierno del pueblo, para el pueblo
y por el pueblo”. Siguiendo al crítico Robin Wood,durante su alocución, Ruggles
finalmente comprende en toda su dimensión un texto que hasta entonces admiraba
más por su elocuencia que por el sentido y la intención que inspiraban sus
palabras. Lejos de ser
un mero discurso patriótico sobre los principios de Estados Unidos como nación,
nos encontramos ante un sincero planteamiento moral; el subtexto que articula
esta maravillosa comedia.
El discurso de Gettysburg
Más allá de la convicción y calidez con que
Laughton enuncia el discurso, sorprende en una segunda visión del film la
habilidad del director para evitar convertir el monólogo en un momento enfático
o redundante. Otros directores de la época habrían mezclado primeros planos del
actor con un paneo sobre el rostro de sus contertulios, reaccionando con
admiración al discurso. Y quizás habrían concluido con un plano general,
mostrando al resto de los extras alrededor de la mesa donde se sienta Ruggles,
escuchando las palabras del Presidente. Pero Mc Carey evita estas convenciones
con una elegancia y sencillez que para los espectadores suele pasar
inadvertida: incorpora una larga toma al inicio de la escena donde el barman
pregunta al resto de los usuarios si conocen el discurso, y que sirve para que
nos situemos en el espacio interior del bar y presentarnos al resto de los
comensales. Para que esta toma no resulte excesivamente larga (pues
evidentemente no añade nada a la narración, aunque sea necesaria para la efectividad
de la escena) incorpora un gag para agilizar el ritmo (uno de los comensales
contesta al barman: “no estuve allí”, a lo que éste contesta dando un ligero
empujón a la silla sobre la que se balancea, haciéndole caer). Antes de que
Ruggles pronuncie el discurso, le vemos haciendo memoria para sí, en murmullos:
intenta recordar el contenido, que en una escena anterior debió leer en la
biblioteca de sus amos. Y no es él quien toma la iniciativa para recitarlo,
sino que es empujado a ello. Sus palabras al principio algo inseguras, se
muestran en un inevitable primer plano del protagonista, que muestra cómo esas
meras frases que de alguna forma le impresionaron, son ahora entendidas en toda
su dimensión, empujándole a adoptar una nueva vida en su país de origen. Un
nuevo paneo a la inversa del que inicia la escena (otra vez la simetría en la
composición) nos lleva desde la posición del resto de los comensales, que
atraídos por las palabras de Ruggles se acercan hasta su mesa, arremolinándose
a su alrededor. Para concluir, Mc Carey evita el exceso de solemnidad que
dimana del texto dando la última palabra al barman, que ante el silencio de la
parroquia y tras respirar profundamente, como si necesitara digerir las
palabras de Lincoln, concluye “la próxima
copa corre de cuenta de la casa”.
La sencilla planificación resulta ejemplar e
identifica las mejores cualidades como director de Leo Mc Carey: simetría,
equilibrio, ritmo… En un desarrollo carente de afectación o énfasis
innecesarios, y cuya aparente simplicidad a menudo confunde a los críticos,
incapaces de analizar unos valores de guion, puesta en escena y montaje
“invisibles”; pero que esconden una profunda labor de planificación y un rigor
nada habitual en otros realizadores.
El toque del director: un
gag visual seguido de un fundido en negro sirve a menudo de colofón a una
secuencia, y marca una elipsis en la acción.
La obra de Mc Carey no resulta fácil de clasificar
en ninguna categoría. Su formación proviene del cine cómico mudo, aunque se
desenvuelve mejor en el sonoro. No destaca especialmente por su sentido visual,
y salvo sus películas cómicas, los gags que incorpora a las escenas parecen
servir únicamente para distendir la acción. Aunque en sus últimos años de
carrera se especializó en melodramas sentimentales, las interpretaciones de sus
actores parecen siempre inclinarse más por la comedia, evitando en todo momento
forzar las lágrimas del espectador. En cierto modo, la palabra que creo mejor
define a su cine es el “equilibrio”. Un sentido del ritmo que se evidencia la
propia elaboración de cada plano y que se contagia al montaje.
Las películas de Mc Carey se desarrollan con
aparente cadencia, alargando la escena a veces más allá de lo contenido en el
guion a fin de mantener una simetría en la composición de las imágenes. Un
ejemplo sería la escena en que Ruggles vuelve borracho tras acompañar a Egbert
en una juerga. Los dos se ven acompañados de un tercer personaje, un vecino de
Red Gap, aparentemente innecesario en la acción, pero que a efectos visuales
tiene su importancia. La planificación de la escena revela cuál es la razón de
su inclusión. Cuando Effie conmina a Egbert a abandonar la sala para poder
regañar a Ruggles, este cuarto personaje permanece en off. La salida de Egbert
se ve seguida de un doble paneo: la cámara sigue al personaje a la salida,
donde le espera su vecino, y al volver a repetir el movimiento hacia la
izquierda, la cámara sigue a Effie hasta que Ruggles queda encuadrado a la
izquierda del plano. Mc Carey ha incluido a este cuarto personaje para poder
establecer un juego de simetrías en la composición, que permita desarrollar
toda la escena en un único plano secuencia, en lugar de optar por una
planificación en planos cortos, que “alargarían” la acción (planos sucesivos
introducen pausas en la acción visual, dilatándola) e impedirían que las
reacciones de Ruggles (completamente borracho y dejándose caer sobre Effie)
tengan un efecto cómico.
Ruggles no es tan asexuado ni inofensivo como
parece.
Durante esta última parte del metraje de la película
se resueven los conflictos identitarios de Ruggles y de Effie. Lord Bumstead,
el antiguo amo de Ruggles, al que debemos suponer totalmente arruinado, vuelve
a Red Gap con la aparente intención de recuperar a su criado, pero posiblemente
huyendo de sus acreedores británicos y cavilando la posibilidad de instalarse
en las colonias. Como buen hombre de mundo (anteriormente se insinuó que había
tenido un affaire con una bailarina española), pronto encaja en su nuevo
ambiente y traba amistad con una sexy cabaretera con la que se promete en
matrimonio. Todo un shock para Effie, que siempre se las ha pretendido dar de gran señora. Finalmente, va a resultar que sea una "cualquiera" quien adquiera el título nobiliario y las posesiones de Lord Bumstead, y Effie quien haya de darle el tratamiento de "señora". Un jarro de agua fría que la hace despertar de ese mundo artificioso de apariencias que equipara la clase con la valía de las personas, y que la reconcilia de nuevo con su madre y su marido.
¿Cree en el amor a primera vista? ¿No? Yo tampoco.
Creo que esa es la razón de que me quiera quedar por aquí a un tiempo.
Una fotograma coloreado de los actores, publicidad de la película.
El desenlace del film en el “grill angloamericano” que
funda Ruggles hace concluir todas los conflictos anteriormente referidos
concitando a todos los protagonistas en el restaurante. Una vez más, Belknap-Jackson,
el insoportable cuñado de los Floud, sirve de catalizador. Actúa groseramente
en el restaurante, se encarga de manifestar en voz alta su baja opinión de la
comida, y acaba insultando a la nueva Lady Bumstead frente a su marido y
amigos. Es el momento en que Ruggles, muy a su pesar, abandona su tradicional
compostura para echar al impertinente a patadas. Un gesto que le vale ganarse
el aprecio de todo Red Gap y de su antiguo amigo (y ahora “igual”) Lord
Bumstead, al coro de “porque es un muchacho excelente”. La excusa para que, a
modo de saludo final en el escenario, Mc Carey nos regale una sucesión de
primeros planos de los protagonistas de la historia.
La película concluye con una coda en off: Ruggles y
Mrs Judson salen juntos del comedor y entran en la cocina, y Egbert les espía
mirando desde la ranura de la puerta. Los gestos de Egbert, cada vez más
enérgicos, nos confirman que la pareja ha decidido finalmente dar un paso adelante
en su relación.
Mc Carey y Laughton, frente a frente.
Para finalizar, un comentario personal: las películas de Mc Carey son tremendamente frágiles. Muy a menudo, como señalaba Bertrand Tavernier respecto a "La Pícara Puritana", el espectador puede llegar en opinar de forma diametralmente opuesta en cada visión de una de sus películas. Desde parecerle una maravilla, a sentirse decepcionado por la trivialidad de la historia y una puesta en escena aparentemente rutinaria. En sus películas no veremos encuadres imposibles, profundidad de campo, ni estructuras alambricadas. Mc Carey no es desde luego un director de una gran cultura o formación intelectual (como tampoco lo fueron Frank Borzage, William wellman, Frank Capra o John Ford), y no domina la gramática cinematográfica (como Alfred Hitchcok). Sus virtudes son otras: rigor en la estructura y puesta en escena, un sentido del ritmo pluscuamperfecto, su dominio del slapstick... Una forma de entender y hacer el cine que ha quedado en desuso, y que parecen formar parte de un arte olvidado. Pero que en manos de este director, gracias a la transparencia y sencillez de su puesta en escena, vuelve a revelarse en sus aspectos más elementales con el visionado de sus mejores películas.
Antes de la despedida, un último consejo para
los estudiantes de cine: estudiad la obra de Leo Mac Carey. Siempre os señalará
la forma más correcta, sencilla y directa de rodar una escena.