jueves, 17 de abril de 2014

NOBLEZA OBLIGA

NOBLEZA OBLIGA (1935)
Leo Mac Carey


“Ruggles of Red Gap”. Una producción de Arthur Hornblow para Paramount Pictures. Director: Leo McCarey. Guión: Walter De Leon, Harlan Thompson, and Humphrey Pearson, sobre la novela y la obra de teatro de de Harry Leon Wilson. Fotografía: Alfred Gilks. Dirección artística: Hans Dreier, Robert Odell. Vestuario: Travis Banton. Montaje: Edward Dmytryk. Música: Ralph Rainger, Sam Coslow. Interpretes: Charles Laughton, Charles Ruggles, Mary Boland, ZaSu Pitts, Roland Young, Leila Hyams, Maude Eburne, Lucien Littlefield, Leota Lorraine, James Burke, Dell Henderson, Brenda Fowler.ByN. 90 ms.
Un cartel del musical de Broadway.

“Nobleza Obliga” es una encantadora comedia rodada por Leo Mac Carey con su habitual habilidad, en la que se combinan sin estridencias la sátira política, el sentimentalismo inocuo y la filosofía política-social, todo ello aderezado con abundantes momentos de comedia. La película se beneficia de un fenomenal casting que incluye a Charles Laughton, ZaSuPitts, Mary Boland, Charles Ruggles, Roland Young y Leila Hyams; todos ellos excelentes, como por otra parte suele ser habitual en las películas de este director, a quien rara vez se le ha reconocido su talento para la dirección de actores.



Esta es la tercera versión de la conocida novela de Harry Leon Wilson, que ya conoció dos versiones anteriores en 1918 y 1923. (Existe una cuarta versión en color con Red Skelton.) El protagonista, Marmaduke Ruggles, es el ayuda de cámara (o mayordomo, para simplificar) de un noble inglés venido a menos: Earl deBumstead, indolente y despistado, cuya relación con Ruggles parece provenir desde la infancia (Ruggles hace referencia a que su posición deviene de varias generaciones de mayordomos, por lo que es fácil suponer que su padre debió servir al anterior señor de Bumstead, y su abuelo al padre de aquél). Una amistad lastrada por las diferencias de clase que les separan, y que lejos de basarse en su propios méritos personales (es evidente que Earl es un inútil con título, como el Wooster de los relatos escritos por P.G. Woodehouse con el mayordomo Jeeves de protagonista), se funda exclusivamente en una costumbre social largamente arraigada (los sirvientes no se sientan en presencia de sus “superiores”, tal y como señala Ruggles en un momento posterior).

 
"...milagrosamente, un hombre sale a la luz. Un hombre importante, dentro de su asumida insignificancia. Un hombre cuyo futuro depende exclusivamente de sus propias decisiones”.

Amo y criado comparten cierta visión paternalista sobre la vida en provincias, sobre la que bromean con cierta condescendencia (“el salvaje oeste... la tierra de la esclavitud” señala Ruggles, a lo que Bumstead responde dubitativo: “Umm... creo que una tal Pocahontas puso fin a eso”). La conversación es banal, pero se advierte que Bumstead está preocupado por algo y que,lejos de bromear, está buscando la oportunidad de trasmitir aRuggles una lamentable noticia: que ya no necesita de sus servicios. Ruggles ha de pasar ahora a trabajar para un nuevo amo: un matrimonio de nuevos ricos americanos que le han ganado en una partida de cartas. En suma, Ruggles pasa de ser un sirviente a ser tratado como un mero objeto, y su rápida asunción de la noticia revela bastante a las claras que las convenciones sociales de la civilizada Inglaterra no son tan distintas de la visión que tiene de Estados unidos como una “tierra de esclavitud”; las diferencias de clase no entienden de derechos individuales.

“No creas que no te tengo en estima. Sólo hice valer una fase del juego en la que soy particularmente bueno. Se llama `alardear´. (...) El caso es que alardeé con tres ochos frente a un juego de picas. Y te perdí por una minucia: un simple ocho”

La pareja Americana que ha Ganado los servicios de Ruggles a las cartas son el matrimonio Floud. La “sal de la tierra”, un par de nuevos ricos gracias al petróleo encontrado en sus tierras, bienintencionados y cordiales. El marido, Egbert, sigue siendo un cateto hortera, que gusta de utilizar trajes a cuadros y sombrero vaquero. La mujer, Effie, busca desesperadamente ascender en la escala social, y considera que Ruggles puede serle de gran ayuda para convertir a Egbert en un caballero. Durante este primer acto, el argumento plantea tres conflictos: el contraste entre dos mundos, el nuevo y el viejo mundo; las diferencias de clase entre la antigua nobleza y la emergente burguesía adinerada; y los intentos frustrados de educar a Egbert, que finalmente se reducen a cambiarle la vestimenta y recortarle el bigote (si no puede ser un caballero, al menos que parezca uno de ellos). Las pretensiones de Effie se terminan reduciendo a un mero juego de apariencias que, finalmente, se evidenciarán superfluas: la valía de un hombre no se mide por sus modales o posición social, sino por otros valores inmanentes y de mayor importancia: la honestidad, el sentido de la amistad y la bonhomía de los Floud serán los principios por los que Ruggles se guiará en el futuro.

Los Floud

La peculiar relación entre el matrimonio Floud sirve de contraste con la otra relación que une a Ruggles con su antiguo amo, Earl de Bumstead, revelando los aspectos negativos de ésta. El snobismo de Effie se equipara en cierto modo al sentido del decoro de Bumstead. Effie espera que Ruggles aporte distinción y un cierto “joy da vee” a la vida social de su pueblo natal, Red Gap. Existe una clara voluntad de trasladar las convenciones sociales del viejo mundo al nuevo mundo, y en esta operación se evidencia la caducidad de la concepción europea de las relaciones de clase; un esquema que no puede ser trasladado pacíficamente a una comunidad que se rige por el principio de que todos los hombres son iguales ante la ley, y en el que el progreso se mide por el esfuerzo personal, y no por los apellidos familiares de sus miembros, de lo que se infiere que la libertad personal y las convenciones sociales son recíprocamente incompatibles.

Hasta el mostacho de Egbert tiene que ceder ante el sentido del decoro de Effie y Ruggles. Pero son sólo cambios cosméticos que en nada afectan a su forma de ser. Pues, al igual que el inmortal Popeye de Segar, Egbert sigue proclamando. “Yo soy lo que soy.Y eso es lo que soy.”

Las maquinaciones de Effie carecen por completo de eficacia. Egbert sigue actuando de forma generosa e impulsiva, y es sumamente paciente con las pretensiones sociales que impulsan a Effie, cuyas maquinacionesacaban volviéndose reiteradamente contra ella, convirtiéndola en objeto de una broma que ella sola ha construido artificialmente a su alrededor. De hecho, lejos de lo pretendido por Effie, en lugar de ser Ruggles el que eduque a Egbert es éste quien acaba influyendo a aquel. Cuando Egbert insiste en que Ruggles se siente a su lado en una terraza, ante la renuencia de éste, que considera la invitación inapropiada “porque un sirviente nunca debe sentarse junto a su superior”, le responde terminante, diciendo: “Tonterías. Yo soy tan bueno como lo eres tú, y tú eres tan bueno como yo”.  Una proclama igualitaria que acaba convenciendo a Ruggles de acompañar a su señor a tomar un trago… y que finalmente le conduce a la que será, seguramente, la primera borrachera de su vida.

Egbert y un amigo de Red Gap ríen a carcajadas entre constantes “Mylords” e inclinaciones de cabeza, imitando las ridículas costumbres de la nobleza europea, mientras Ruggles se enfrenta a su primera experiencia con el alcohol.

Si estas escenas parecen una mera traslación de la fábula del ratón de campo y el ratón de ciudad (o de las españoladas de Paco Martínez Soria, haciendo prevalecer los valores rurales frente a la modernidad de un mundo que le resulta ajeno), “Nobleza obliga” pronto supera estas convenciones en el segundo acto de la narración, cuando Egbert y los Floud se trasladan a Red Gap. Este cambio de escenario incluye también un cambio temporal: nos encontramos en el cambio de siglo, y del mismo modo que Europa parece vivir en el S. XIX, la comunidad de Red Gap anuncia lo que habrá de ser el siglo XX: un mundo en construcción(como lo era a su modo Nuggetville en “Six of a Kind” de 1934, otro título del director), una comunidad idílica y virgen que permite a Ruggles iniciar su nueva andadura. No en vano, los aldeanos y vecino de los Floud acogen al mayordomo con entusiasmo, acogiéndole como “uno de los suyos”, y le tratan como una celebridad, en parte porque Egbert le apoda cariñosamente como “coronel”, lo que hace a todo el mundo creer que es un oficial retirado del ejército.

La llegada a Red Gap, una nueva tierra de promisión.

Convertido en una celebridad, Ruggles se ve paradójicamente respetado como un señor, y no como un criado. Una posición de la que llega a disfrutar (utilizando la biblioteca de los Floud como la suya propia) pero que no acaba de confundirle, pues tampoco los aldeanos le dan mayor importancia, aparte de las estiradas amistades de Effie (unos gorrones al fin y al cabo) y de su cuñado, Charles Belknap-Jackson; un advenedizo con ínfulas de señor que se ha casado con la hermana de Elfie exclusivamente por su dinero. Al contrario, como advierte en poco tiempo, el grado de “coronel” únicamente sirve para distanciarle de la viuda Mrs. Judson (la nerviosa y excéntrica ZaSuPitts), que mira con recelo las atenciones de Ruggles, pensando que sus comentarios gastronómicos (ambos son buenos cocineros), lejos de ser bienintencionados, pretenden marcar distancias, alentando las diferencias sociales entre ambos.

Ruggles comprende pronto que, en Red Gap, ser un señor, lejos de ser una ventaja, resulta ser un inconveniente. Como Coronel retirado del ejército, la celebridad de Ruggles únicamente le vale para ser tratado como un “objeto” petulante de admiración en las cenas de sociedad de Effie. Como Ruggles, en cambio, es tratado como igual por todos los vecinos. Las diferencias de clase ceden ante el sentido de comunidad. Esta idea queda puesta de manifiesto por el personaje de “Ma”, la madre de Effie y la auténtica dueña de Red Gap (el imperio petrolero de los Floud es en verdad suyo); una mujer dinámica y extrovertida, que viste como un vaquero, y que asume que su posición económica es sólo fruto de la casualidad, y no un motivo de orgullo.El dinero no ha conseguido cambiar a Ma, que mantiene sus antiguas costumbres y amistades, y mira con recelo y chanza las aspiraciones de clase de sus hijas.

 
“Entonces… ¿es usted tambien un sirviente?”, pregunta regocijada la viuda Mrs. Judson.

Los aspectos más superficiales de la “civilización” se advierten sobrevalorados e intrascendentes en Red Gap. El progreso es mucho más que un sombrero de copa y unos gemelos (el nuevo atuendo de Egbert, pronto relegado). El acento inglés y los modales exquisitos de Ruggles se ven ridículos en la persona de Effie Floud, cuando ésta intenta exageradamente imitarlo. La propia Effie está incómoda ante lo que considera modales refinados, y ocasionalmente deja traslucir su verdadera personalidad, como cuando instruye a Ruggles cómo prepararse un “destornillador” para calmar la resaca, o cuando da una merecida patada en el trasero a su cuñado, en el momento que éste la informa que ha despedido al mayordomo.

Ruggles pierde el trabajo debido al recelo y petulencia de Belknap-Jackson. Pero esta situación, que en principio se plantea como un drama para él, le permite madurar. Alejado de su posición de sirviente, Ruggles decide seguir su propio camino (con la ayuda de Egbert y Ma Floud), y pronto aprenderá a tomar sus propias decisiones y ser su propio amo.

El tercer acto de la narración: Ruggles y sus amigos deciden abrir un restaurante.

La evolución de Ruggles le lleva de la servidumbre a la libertad; desde la dependencia a la autosuficiencia; de la diferencia de clases a la igualdad social. Esta transición se manifiesta desde el principio, mostrando la discordancia o disfuncionalidad de su educación en su nuevo entorno (el matrimonio Floud y la comunidad rural de Red Gap). Y alcanza su clímax en la justamente famosa escena en que recita el discurso de Lincoln en Gettysburg,que concluye con la diatriba: “un gobierno del pueblo, para el pueblo y por el pueblo”. Siguiendo al crítico Robin Wood,durante su alocución, Ruggles finalmente comprende en toda su dimensión un texto que hasta entonces admiraba más por su elocuencia que por el sentido y la intención que inspiraban sus palabras. Lejos de ser un mero discurso patriótico sobre los principios de Estados Unidos como nación, nos encontramos ante un sincero planteamiento moral; el subtexto que articula esta maravillosa comedia.


El discurso de Gettysburg

Más allá de la convicción y calidez con que Laughton enuncia el discurso, sorprende en una segunda visión del film la habilidad del director para evitar convertir el monólogo en un momento enfático o redundante. Otros directores de la época habrían mezclado primeros planos del actor con un paneo sobre el rostro de sus contertulios, reaccionando con admiración al discurso. Y quizás habrían concluido con un plano general, mostrando al resto de los extras alrededor de la mesa donde se sienta Ruggles, escuchando las palabras del Presidente. Pero Mc Carey evita estas convenciones con una elegancia y sencillez que para los espectadores suele pasar inadvertida: incorpora una larga toma al inicio de la escena donde el barman pregunta al resto de los usuarios si conocen el discurso, y que sirve para que nos situemos en el espacio interior del bar y presentarnos al resto de los comensales. Para que esta toma no resulte excesivamente larga (pues evidentemente no añade nada a la narración, aunque sea necesaria para la efectividad de la escena) incorpora un gag para agilizar el ritmo (uno de los comensales contesta al barman: “no estuve allí”, a lo que éste contesta dando un ligero empujón a la silla sobre la que se balancea, haciéndole caer). Antes de que Ruggles pronuncie el discurso, le vemos haciendo memoria para sí, en murmullos: intenta recordar el contenido, que en una escena anterior debió leer en la biblioteca de sus amos. Y no es él quien toma la iniciativa para recitarlo, sino que es empujado a ello. Sus palabras al principio algo inseguras, se muestran en un inevitable primer plano del protagonista, que muestra cómo esas meras frases que de alguna forma le impresionaron, son ahora entendidas en toda su dimensión, empujándole a adoptar una nueva vida en su país de origen. Un nuevo paneo a la inversa del que inicia la escena (otra vez la simetría en la composición) nos lleva desde la posición del resto de los comensales, que atraídos por las palabras de Ruggles se acercan hasta su mesa, arremolinándose a su alrededor. Para concluir, Mc Carey evita el exceso de solemnidad que dimana del texto dando la última palabra al barman, que ante el silencio de la parroquia y tras respirar profundamente, como si necesitara digerir las palabras de Lincoln, concluye “la próxima copa corre de cuenta de la casa”.

La sencilla planificación resulta ejemplar e identifica las mejores cualidades como director de Leo Mc Carey: simetría, equilibrio, ritmo… En un desarrollo carente de afectación o énfasis innecesarios, y cuya aparente simplicidad a menudo confunde a los críticos, incapaces de analizar unos valores de guion, puesta en escena y montaje “invisibles”; pero que esconden una profunda labor de planificación y un rigor nada habitual en otros realizadores.

El toque del director: un gag visual seguido de un fundido en negro sirve a menudo de colofón a una secuencia, y marca una elipsis en la acción.

La obra de Mc Carey no resulta fácil de clasificar en ninguna categoría. Su formación proviene del cine cómico mudo, aunque se desenvuelve mejor en el sonoro. No destaca especialmente por su sentido visual, y salvo sus películas cómicas, los gags que incorpora a las escenas parecen servir únicamente para distendir la acción. Aunque en sus últimos años de carrera se especializó en melodramas sentimentales, las interpretaciones de sus actores parecen siempre inclinarse más por la comedia, evitando en todo momento forzar las lágrimas del espectador. En cierto modo, la palabra que creo mejor define a su cine es el “equilibrio”. Un sentido del ritmo que se evidencia la propia elaboración de cada plano y que se contagia al montaje.

Las películas de Mc Carey se desarrollan con aparente cadencia, alargando la escena a veces más allá de lo contenido en el guion a fin de mantener una simetría en la composición de las imágenes. Un ejemplo sería la escena en que Ruggles vuelve borracho tras acompañar a Egbert en una juerga. Los dos se ven acompañados de un tercer personaje, un vecino de Red Gap, aparentemente innecesario en la acción, pero que a efectos visuales tiene su importancia. La planificación de la escena revela cuál es la razón de su inclusión. Cuando Effie conmina a Egbert a abandonar la sala para poder regañar a Ruggles, este cuarto personaje permanece en off. La salida de Egbert se ve seguida de un doble paneo: la cámara sigue al personaje a la salida, donde le espera su vecino, y al volver a repetir el movimiento hacia la izquierda, la cámara sigue a Effie hasta que Ruggles queda encuadrado a la izquierda del plano. Mc Carey ha incluido a este cuarto personaje para poder establecer un juego de simetrías en la composición, que permita desarrollar toda la escena en un único plano secuencia, en lugar de optar por una planificación en planos cortos, que “alargarían” la acción (planos sucesivos introducen pausas en la acción visual, dilatándola) e impedirían que las reacciones de Ruggles (completamente borracho y dejándose caer sobre Effie) tengan un efecto cómico. 


Ruggles no es tan asexuado ni inofensivo como parece.
 
Durante esta última parte del metraje de la película se resueven los conflictos identitarios de Ruggles y de Effie. Lord Bumstead, el antiguo amo de Ruggles, al que debemos suponer totalmente arruinado, vuelve a Red Gap con la aparente intención de recuperar a su criado, pero posiblemente huyendo de sus acreedores británicos y cavilando la posibilidad de instalarse en las colonias. Como buen hombre de mundo (anteriormente se insinuó que había tenido un affaire con una bailarina española), pronto encaja en su nuevo ambiente y traba amistad con una sexy cabaretera con la que se promete en matrimonio. Todo un shock para Effie, que siempre se las ha pretendido dar de gran señora. Finalmente, va a resultar que sea una "cualquiera" quien adquiera el título nobiliario y las posesiones de Lord Bumstead, y Effie quien haya de darle el tratamiento de "señora". Un jarro de agua fría que la hace despertar de ese mundo artificioso de apariencias que equipara la clase con la valía de las personas, y que la reconcilia de nuevo con su madre y su marido.

¿Cree en el amor a primera vista? ¿No? Yo tampoco. Creo que esa es la razón de que me quiera quedar por aquí a un tiempo.

Por su parte, Ruggles teme volver a verse cara a cara con su pasado. Se enfrenta no sólo a su antiguo señor, sino al compañero de su juventud, y a una tradición que perdura desde hace siglos (los Ruggles han servido a los Bumstead desde al menos tres generaciones). Tiene que ser Mrs Judson quien le impulse a decidirse de una vez por todas a ser un hombre independiente y cumplir sus sueños. “No serás un hombre hasta que no te enfrentes con él”, dice refiriéndose a Bumstead. Y Ruggles entiende que si desea mantener una relación con la viuda, más le vale ser firme en sus convicciones. (Las mujeres siempre han utilizado bien sus armas para manipular a los hombres que escogen como pareja. En eso, esta película no inventa nada)

Una fotograma coloreado de los actores, publicidad de la película. 

El desenlace del film en el “grill angloamericano” que funda Ruggles hace concluir todas los conflictos anteriormente referidos concitando a todos los protagonistas en el restaurante. Una vez más, Belknap-Jackson, el insoportable cuñado de los Floud, sirve de catalizador. Actúa groseramente en el restaurante, se encarga de manifestar en voz alta su baja opinión de la comida, y acaba insultando a la nueva Lady Bumstead frente a su marido y amigos. Es el momento en que Ruggles, muy a su pesar, abandona su tradicional compostura para echar al impertinente a patadas. Un gesto que le vale ganarse el aprecio de todo Red Gap y de su antiguo amigo (y ahora “igual”) Lord Bumstead, al coro de “porque es un muchacho excelente”. La excusa para que, a modo de saludo final en el escenario, Mc Carey nos regale una sucesión de primeros planos de los protagonistas de la historia.

La película concluye con una coda en off: Ruggles y Mrs Judson salen juntos del comedor y entran en la cocina, y Egbert les espía mirando desde la ranura de la puerta. Los gestos de Egbert, cada vez más enérgicos, nos confirman que la pareja ha decidido finalmente dar un paso adelante en su relación.


Mc Carey y Laughton, frente a frente.

Mary Lea Bundi y Kein Stoehr ("Ride, bundly, ride: The evolution of the american western") consideran que "Nobleza Obliga" es la película más personal de Leo Mc Carey. Al menos, aquella que expresa con más sinceridad su propia filosofía política y moral. Mc Carey, al igual que William Wellman, Frank Borzage o John Ford, es descendiente de irlandeses; ferozmente católico como Frank Capra; y profundamente conservador en su respeto a la tradición y su propia cultura. Todos ellos provienen de los estratos más bajos de la sociedad y son descendientes de emigrantes, y su apoyo a los valores de la democracia norteamericana se basa en una concepción ferozmente individualista de la sociedad y una creencia ciega en la igualdad de oportunidades.

Para finalizar, un comentario personal: las películas de Mc Carey son tremendamente frágiles. Muy a menudo, como señalaba Bertrand Tavernier respecto a "La Pícara Puritana", el espectador puede llegar en opinar de forma diametralmente opuesta en cada visión de una de sus películas. Desde parecerle una maravilla, a sentirse decepcionado por la trivialidad de la historia y una puesta en escena aparentemente rutinaria. En sus películas no veremos encuadres imposibles, profundidad de campo, ni estructuras alambricadas. Mc Carey no es desde luego un director de una gran cultura o formación intelectual (como tampoco lo fueron Frank Borzage, William wellman, Frank Capra o John Ford), y no domina la gramática cinematográfica (como Alfred Hitchcok). Sus virtudes son otras: rigor en la estructura y puesta en escena, un sentido del ritmo pluscuamperfecto, su dominio del slapstick... Una forma de entender y hacer el cine que ha quedado en desuso, y que parecen formar parte de un arte olvidado. Pero que en manos de este director, gracias a la transparencia y sencillez de su puesta en escena, vuelve a revelarse en sus aspectos más elementales con el visionado de sus mejores películas. 

Antes de la despedida, un último consejo para los estudiantes de cine: estudiad la obra de Leo Mac Carey. Siempre os señalará la forma más correcta, sencilla y directa de rodar una escena.  

sábado, 12 de abril de 2014

AL SERVICIO DE LAS DAMAS

MY MAN GODFREY (1936)
Gregory La Cava


My Man Godfrey. Una producción de Charles R. Rogers y Gregory La Cava  para Universal Pictures. Dirigida por Gregory La Cava. Guión: Eric Hatch y Morrie Ryskind, sobre la novella de Eric Hatch. Fotografía: Ted Tetzlaff. Montaje: Ted J. Kent y Russell F. Schoengarth. Dirección artística: Charles D. Hall. Música: Charles Previn. Interpretada por: William Powell, Carole Lombard, Gail Patrick, Alice Brady, Eugene Pallette, Alan Mowbray, Jean Dixon, Misha Auer, Flanklin Pangborn.
94 min. ByN.

Una reedición de la novela “1101 Park Avenue”, rebautizada para la ocasión con el nombre de la película. El escritor, Eric Hatch, fue responsable del guion de otra famosa comedia de la época: “La Pareja Invisible” (Topper, 1937)

Al Servicio de las Damas puede considerarse la “Screwball Movie” arquetípica. Llamamos “screwballs” a un tipo de comedia (que en España se denominó “comedia loca”) de ritmo frenético y diálogos punzantes (herencia de la obra de teatro “Primera Plana” -The Front Page- de Ben Hecht y Charles Mac Arthur) donde personajes extravagantes pertenecientes a la Alta Sociedad se veían atrapados en sucesivos enredos, a cada cual más desenfrenado y absurdo. En muchas de ellas, un personaje externo (llamémosle Gary Cooper, CaryGrant o William Powell, entre los masculinos; Claudette Colbert, Jean Arthur o Ginger Rogers entre los femeninos) se veía inmiscuido dentro de una familia o una fauna de personajes de comportamiento infantil o decididamente absurdo, y actuaba como pivote de la acción, bien introduciendo algo de sentido común o conciencia a los demás personajes (como en esta película) o bien viéndose abducido por la alegría y locura circundante (como en “La Fiera de mi Niña” de Howard Hawks). Dentro de las Screwballs podemos incluir una docena de obras maestras de la llamada Edad de Oro del cine de Hollywood. Junto a las ya referidas, cabe destacar: “La Comedia de la Vida” y “Luna Nueva” de Howard Hawks; “Sucedió una noche”, “El Secreto de Vivir”, “Vive como quieras” y “Arsénico por compasión” de Frank Capra; “Una Chica Afortunada” y “Medianoche” de Mitchell Leisen; “Four´s a Crowd” de Michael Curtiz; “Pasaporte a la Fama” de John Ford; “La Pícara Puritana” de Leo Mac Carey; “La Octava Mujer de Barbazul” y “Ser o no Ser” de Ernst Lubistch; “Las dos caras de Eva” y “Un Marido Rico” de Preston Sturges; y en un tono más serio: “El amor llamó dos veces” de George Stevens; “Historias de Filadelfia” de George Cukor y “Sucedió una Vez” del referido Gregory La Cava. Todas ellas realizadas en el periodo que va desde el año 1934 a 1942. Y cada una de ellas, pese al tiempo transcurrido, entre las grandes comedias americanas de todos los tiempos.


Durante este periodo, tanto la MGM como la Paramount se especializaron en realizar películas con glamour: grandes escenarios detalladamente iluminados, con personajes perennemente vestidos en chaqués y trajes de noche, fracs, chisteras y trajes de lentejuelas… Cuentos de hadas modernos para la demanda de un público que tras varios años de pérdidas económicas, volvían a los cines para olvidarse de los problemas diarios y sumergirse en un mundo de fantasía y riqueza que sólo podían soñar. Aunque los peores años de la Gran Depresión habían trascurrido ya, tanto los indices de paro como el déficit económico seguían siendo muy altos (con el Producto Interior Bruto apenas alcanzando el 60% del gasto público). En las ciudades, los veteranos de la primera guerra mundial, que no podían cobrar su pensión, inundaron barrios enteros de chabolas llamadas “Hooverville”, en honor del infame presidente Hoover, cuya actitud pasiva propició el crac del 29, y quien llegó a justificar la situación con afirmaciones como: “los vagabundos de Estados Unidos viven mejor que en ninguna otra parte del mundo. Pueden comer hasta 10 veces al día”. Esta fauna humana de desempleados, vagabundos y venidos a menos eran colectivamente denominados “the forgotten men” (hombres olvidados). Y su mera presencia, la prueba evidente que el lema de los republicanos “la prosperidad está a la vuelta de la esquina”, seguía siendo una falacia.

En los mismos títulos de crédito, un paneo traslada la acción desde los lujosos rascacielos hasta el vertedero municipal, plagado de chabolas

“Al Servicio de las Damas” une estos dos mundos desde sus primeras imágenes. Los lujosos letreros de neón y los edificios de lujo viven puerta con puerta con situaciones de extrema pobreza. Los camiones de basura vierten su carga diaria en el vertedero municipal y decenas de vagabundos se arremolinan a su alrededor, armados de latas vacía, para buscar algún alimento entre los despojos. La presencia de las autoridades es soportada estoicamente por los deshechos humanos que pueblan esta pocilga, y que mascullan a media voz: “Si esos polis se ocuparan de sus negocios y dejaran a los tipos honrados en paz...este país llegaría a ser algo sin necesidad de tanta ayuda social.” Estos hombres no buscan caridad; sólo una oportunidad de poder ganarse la vida con su esfuerzo. El lema republicano se hace oír irónicamente en los minutos iniciales de la película (“La prosperidad a la vuelta de la esquina. Lleva allí mucho tiempo. Ojalá supiera cuál es la esquina”). Es evidente que Gregory La Cava apoya la política del New Deal del demócrata Roosevelt, que durante cuatro años ha financiado políticas de empleo y obra pública para mitigar el drama social (la economía familiar no entiende de estadísticas, sino del día a día), y que ahora en 1936, el año de realización de la película, se habría de enfrentar a unas nuevas elecciones que se preveían conflictivas.
   
Sentado en el vertedero, Godfrey mira obsesivamente la corriente del río: quizás ya está concibiendo una idea en su mente para transformar el desierto de esta nueva ”tierra de promisión” en un vergel

Frente a la actitud bienintencionada y paternalista de otras comedias de época, el compromiso social de Al Servicio de las Damas es sincero, aunque no necesariamente acertado. A lo largo del metraje, se hacen frecuentes disgresiones y comentarios socioeconómicos que transmiten un sentimiento de genuina indignación. “La única diferencia entre un vagabundo y un hombre es un empleo”, llega a decir William Powell en un momento de la película. Los ricos de Park Avenue son criticados por su frivolidad y dispendio. Y cuando Cornelia Bullock y su acompañante aparecen en el vertedero con la idea de “alquilar un vagabundo” (una de la pruebas de la Gymkhana: uno de esos frívolos juegos de sociedad para ricos adinerados, realizado bajo la apariencia de obra de caridad… si es que sobre dinero, que “nunca sobra” según Irene Bullock), recibe de Godfrey una oportuna respuesta a su vanidad: ser arrojada a un montón de basura; lo que refleja claramente cuál es la idea que el vagabundo tiene tanto de ella como de los de su clase. Una valoración que no duda en transmitir a los miembros de la Alta Sociedad que participan de estos “jueguecitos frívolos” con los que pretenden mitigar su mala conciencia, una vez accede a acompañar a Irene Bullock (la aniñada hermana de Cornelia) a la Gymkhana.
  

LA GHYMKANA: una “fiesta de caridad” aún más absurda que el “Plácido” de Berlanga. Entre los atribulados asistentes, se encuentran los restantes miembros de la familia Bullock. Mientras la señora Bullock arrastra una cabra al estrado, su avergonzado marido toma una copa en la barra del bar:

Hombre en el bar:     “Fíjese en esa chiflada con la cabra.”
Sr. Bullock:               “Llevo veinte años mirándola, es la señora Bullock.”
Hombre en el bar:     “Lo siento mucho.”
Sr. Bullock:              “¿Cómo cree que me siento yo?”

La mimada y caprichosa Cornelia no soporta perder ni dejar de ser el objeto de atención de la multitud: <¡Nadie se enfrenta a mí sin afrontar las consecuencias!>, advierte a Godfrey.

Irene vence a la Gymkhana. El premio consigue hacerla arrancar una sonrisa: ¡por fin ha conseguido ganar a su hermana en algo!... Pero la copa pronto pasa a ser un nuevo trasto sin importancia. Lo importante no es el premio, sino la emoción de sentirse valorada.

Tras la Gymkhana, Irene tira su premio para dirigirse a Godfrey, que hace ademán de huir de esa “Feria de las Vanidades” que constituye la Alta Sociedad. “Nunca le habría traído si hubiera sabido que iba a sentirse humillado”, le dice Irene con desarmante ingenuidad. “Ahora me siento responsable de usted”, para añadir a continuación “¿Sabe servir?” (en el original, un inolvidable “D´you butle?”); una propuesta que Godfrey finalmente acepta: todo hombre necesita un empleo, y él, gracias a Irene, ya tiene una oportunidad de volver a sentirse un hombre. “Será usted mi protegido”, sonríe Irene complacida. En parte, porque apenas hace un año que perdió a su gatito, que se le murió las navidades pasadas. Pero también porque durante la prueba de la Gymkhana, cuando el árbitro del concurso (Franklin Pangborn) se interesó por la identidad de Godfrey y le preguntó si le buscaba la policía, Godfrey respondió: “Ese es mi problema. Nadie me quiere”, una respuesta que encandila a Irene: ¡ella también se siente no querida… y por fin ha encontrado una mascota a la que hacer objeto de su amor incondicional! Esta idea se ve confirmada cuando Godfrey le comenta: “La gente que recoge gatos perdidos dice que son las mejores mascotas”, a lo que ella contesta: “Tenía pulgas. Usted es diferente. Utiliza palabras importantes y es mucho más mono.”

El resto de la familia Bullock con Carlo, el “protegido” de mamá

Un fundido nos conduce a la secuencia siguiente: Godfrey entra uniformado a la mansión de los Bullock y es aleccionado por la criada de sus deberes como sirviente, que supone tener que aguantar los desmanes y caprichos de cada miembro de la familia. ¡Y qué familia…! La Señora Bullock es una lunática que cree ver duendecillos las mañanas de resaca (“…¡Y siempre tiene resaca!”, advierte la doncella). El personaje, interpretado por Alice Brady con un tono de voz ligeramente chillón, tiene muchos de los mejores diálogos de la película, como cuando advierte que debe existir una vena de locura en la familia de su marido, pues como toda maniática que se precie, considera que es el resto del mundo el que se ha vuelto loco a su alrededor. Su hija Cornelia (interpretada con convicción por la bella Gail Patrick, con sus cejas arqueadas hacia abajo y actitud despectiva y soberbia) es altiva, caprichosa y egoísta, y encuentra en Godfrey un nuevo juego con el que intentar frustrar a su mocosa hermana Irene.

Una maravillosa composición deTed Tetzlaff (atención a la escultura de Diana Cazadora encima de Cornelia, que compensa simétricamente el plano): Irene contempla temerosa las aproximaciones de su hermana hacia Godfrey. ¡Teme, con razón, que esta pretenda que su “mascota” cambie de dueño!

Esta introducción de cada miembro de la familia es muy interesante, pues describe no ya la personalidad de cada una de las mujeres de la casa, sino aún más sutilmente, el papel que van a desempeñar cada una en la vida del protagonista. La señora Brady es cordial y amigable con Godfrey, al que considera un buen mayordomo (el anterior se llevó la vajilla) y de mucha utilidad (Godfrey le prepara un “destornillador” para suavizar la resaca). Irene, por su parte, consigue que se siente junto a ella en la cama (se siente incómoda si él no permanece en posición sedente) y no esconde su atracción por él. En cambio, nunca llegamos a entrar en la habitación de Cornelia, de la que Godfrey es echado violentamente (la cámara permanece en el pasillo cuando Godfrey entra a llevarle el desayuno). Una decisión inteligente que refuta la presunción de que La Cava era un cineasta meramente instintivo.

El enorme Eugene Pallete conoce a su nuevo mayordomo

Tras salir de la habitación de Cornelia, Godfrey se tipa con el patriarca de los bullock, el orondo y genial Eugene Pallette, con su voz bronca de sapo, quen no deja de mirarle consternado mientras bajan las escaleras, temeroso quizás de haberse topado con el amante de una de sus hijas. “Le advierto que en mi juventud fui campeón de lucha libre”, le espeta finalmente al mayordomo en uno de los diálogos más elegantes y divertidos de una película que no es precisamente sutil.

Eugene Pallette fue uno de los actores habituales de La Cava (divertidísima su interpretación en “The Half Naked Truth” donde se hacía pasar por un improbable eunuco) y está maravilloso en un papel que en otras screwballs recaería sobre Walter Connolly o Charles Coburn. En “Al Servicio de las Damas” buena parte de sus escenas tienen por objeto sus reiteradas quejas por el dispendio de su familia, cuyo escandaloso tren de vida amenaza con llevarle a la ruina. En concreto, sus diatribas van principalmente dirigidas hacia Carlo, interpretado por el también inolvidable Mischa Auer, un gorrón profesional apadrinado por la Señora Bullock (su mecenas) quien suele evitar la conversación, gimiendo con afectación: “Dinero, dinero, dinero… El monstruo de frankenstein que destruye las almas”


Carlo es un vividor, un parásito que simula ser un artista, y cuyo único talento consiste en aporrear el piano con el primer verso de  “Ochi chornia”, tomar dos raciones de todos los platos de comida que le sirven e imitar hilarantemente a un simio. La interpretación de Mischa Auer fue un descubrimiento y le mereció una nominación al oscar como mejor secundario. En sucesivas películas volvió a repetir este papel (“Vive como quieras”, “Arizona”…), con similares resultados. Muchas de las escenas más alocadas y divertidas del film le tienen como referente.

Carlo imitando a un gorila en una de las escenas más recordadas de la película

Sra: Bullock: “Qué gracioso, se sube por la ventana, mira.”
Irene:          Me da miedo.”
Sra: Bullock: “No, cariño, no tienes que asustarte.No es un gorila de verdad. Sólo está jugando.”


A la misma altura de los secundarios están los principales protagonistas. William Powell, que también habría de destacar como comediante en “Libelled Lady” o las películas del ciclo “The Thin Man”, está excelente como Godfrey, “un prodigio de reserva y benigna pasividad” como le describe Roger Ebert. La técnica del actor es invisible para los espectadores, pero sin él la película carecería de unidad: su personaje es el pivote sobre el que giran los demás personajes; el extraño que trae algo de sentido común a esta familia. La habilidad de Powell consiste en combinar una cierta sofisticación con la honradez y dignidad proletaria de los obreros de los films de Capra; y en esta película consigue el milagro de pasar de una callada indignación a una servil obediencia, de ser un mayordomo a un rico heredero estudiante de Harvard, de vagabundo a rico hombre de negocios, de la misoginia al callado enamoramiento… sin transiciones bruscas, con una naturalidad sorprendente, consiguiendo que los giros más inverosímiles del argumento se acepten por el espectador sin reservas. Una cualidad propia del mejor cine de esta época, cuya ingenuidad y convicción parecía conseguir el milagro de producir un “lapso de la verosimilitud”; una cualidad intangible que en sus mejores momentos debe equipararse con la “magia”.

“Quiero fregar los platos”. En boca de la Lombard, hasta la frase más banal se convierte en música.

A la altura de Powell podemos considerar a su partenaire, Carole Lombard. Toda morros y ojitos, con su mirada de arrobamiento y su risa chispeante. En la película, su interpretación parece contagiada de un aire soñador y un ensimismamiento que la hacen aún más entrañable. Su Irene Bullock es como un cachorrillo abandonado, que persigue a su amo con absoluta adoración durante todo el metraje de la película. Su amor incondicional es una convención, pero no así la interpretación de la actriz, cuyo deseo y callada desesperación se hace palpable en todo momento. En una escena que comparte con la criada, comenta "Me gustaría coserle los botones cuando se le caigan de la ropa”; un comentario nada inocente en esta época, en que los trajes se ajustaban con hebillas y los únicos botones se reservaban para la ropa interior. Su romanticismo infantil queda también patente en aquellos momentos en que se siente despechada por el mayordomo, como aquella maravillosa escena durante una fiesta de sociedad en la mansión, cuando acaba llorando en las escaleras, como una niña a la que arrancan un juguete y envían a la cama sin dormir; contemplando impotente desde la baranda cómo la felicidad parece escapársele de entre las manos.

Las mujeres siempre lloran por su compromiso y en las bodas de las demás.

A partir de este momento, la trama incluye varios giros de guion que incluyen una promesa falsa de matrimonio, el robo de un collar de perlas, un negocio millonario montado desde la nada, y una inverosímil operación de acciones en el mercado mobiliario. Escenas que en cualquier otra película habrían sido desechadas por fáciles y ridículas, pero que La Cava introduce con elegancia y sin especial énfasis, a fin de mantener el delicado equilibrio del film. Quizás la escena más chirriante sea la que comparten Allan Mowbray y William Powell en un local nocturno. Mowbray ha reconocido a Godfrey como un antiguo compañero de estudios de la universidad, y éste le convence para no descubrir su identidad delante de los Bullock. La charla de los dos es algo retórica y expositiva, en contradicción con el resto de la acción, que es incesante e indirecta. Powell cuenta su vida pasada y comenta sus planes futuros.

“Porque fuera donde fuera todo el mundo era Godfrey.”

Este momento en que se revela al espectador que el encantador vagabundo es en verdad la oveja negra de una familia respetable de Boston, puede fácilmente parecer un mero engaño; un truco de Hollywood para resolver convencionalmente una historia que hasta entonces venía oscilando entre la extravagancia y la indignación social, y que gracias a este giro argumental, bascula hacia el romanticismo naif (el sapo resulta ser un príncipe encantado víctima de una “maldición”), la frivolidad y el mal gusto (los problemas económicos se solucionan montando un club social en el arrabal, donde los vagabundos ejercen como camareros). Sin embargo, este giro de guión resulta absolutamente necesario para la caracterización y evolución de los tres personajes principales: el peculiar triángulo cuyos vértices constituyen las hermanas Irene y Cornelia Butler, y el propio Godfrey.
  

El pasado de Godfrey esconde una turbulenta relación sentimental con una mujer que se insinúa frívola y maliciosa. Un  reflejo en cierto modo de lo que es Cornelia: maquinadora y egoísta; o tal y como la define Godfrey: “un miembro de esa pandilla de mocosos de Park Avenue” a la que el propio Godfrey reconoce que llegó a pertenecer. La rivalidad entre las dos hermanas impulsa a Godfrey a tomar partido por la indefensa Irene; hermosa, infantil, impulsiva... aunque irremediablemente tonta. Esta peculiar competición le permite también exorcisar sus propios demonios; olvidarse definitivamente de “aquella” mujer (cuyo recuerdo estuvo a punto de llevarle al suicidio), y volver a recuperar el orgullo propio del hombre que una vez fue. Y en cierto modo, este punto de partida ha sido propiciado por Irene, la persona que le sacó del Arroyo y confió en él.

En cuanto a Irene, resulta evidente que por sí sola no tendría ninguna oportunidad frente a su hermana. Pero gracias a Godfrey, gana en la Gymkhana, y durante el desarrollo de la trama y a medida que gana nuevas bazas frente a Cornelia, comienza a liberarse de su complejo de hermana menor y demostrar una astucia (infantil y artificial quizás, pero astucia al fin y al cabo) de la que hasta entonces carecía. El amor que siente hacia Godfrey es el detonante para que Irene crezca e incluso madure. Un proceso paralelo al que sufre su hermana durante la narración en sus sucesivos conflictos con el mayordomo: Cornelia es puesta de frente a su propio reflejo en el espejo y su comportamiento puesto una y otra vez en evidencia; sólo cuando finalmente admite su derrota y reconoce la caballerosidad de su rival puede despojarse de su armadura y mostrarse como una chiquilla asustadiza y sensible, que ha venido utilizando su belleza y el dinero de la familiar como un arma frente a un mundo que ignora y que intuye hostil.


Partiendo de estas premisas, parece inevitable que ambas acaben perdidamente enamoradas de él (como la criada) llorando como magdalenas cuando Godfrey anuncia su marcha (incluso la Sra. Bullock llora, aunque conociéndola intuimos que más por mero reflejo que por propia iniciativa). Como también resulta inevitable que Godfrey emprenda su nueva vida en una oficina instalada en pleno arrabal, con vistas al río, pues al contrario que en el cine de Mizoguchi, en la película de La Cava el agua es un elemento de vida, no de muerte. (Cuando conocimos a Godfrey entre chabolas y basura, al inicio de la película, aún no había perdido su orgullo, pero ya había decidido adoptar una nueva identidad que le permitiera reconstruir su vida: se llamará Smith, como los donnadie, en lugar de Parke, como su familia, perteneciente a la “nobleza” de Boston). El desgraciado y arruinado millonario, enfrentado a los parias de la tierra, pierde su tradicional arrogancia (“me has enseñando humildad” le reconoce a Cornelia al final de la película) y entierra sus demonios personales (que en comparación con los del resto de vagabundos, seguramente acabaron por parecerle insignificantes). Es el río lo que le permite rehacer su vida; el río quien le ha dado la oportunidad de conocer a Irene; es el propio río la materia prima de la que se sirve para volver a darse una oportunidad a si mismo y a sus antiguos compañeros de infortunio (la cohorte de vagabundos)... ¡Y no deja de ser irónico que sea precisamente una ducha de agua fría la que le demuestre sorpresivamente que está enamorado de Irene, con la que acabará contrayendo matrimonio en el plano final, con el trasfondo del puente de Brooklyn y el reflejo de las aguas del Hudson!

Una gamberrada de Godfrey. ¡La primera pelea que tiene con Irene! La prueba que su romance tiene un futuro.

Irene comprende que a Godfrey siente algo hacia ella y salta de entusiasmo: “¡Godfrey me ama! ¡Godfrey me ama!”

“Al Servicio de las Damas” constituye junta a “Damas del Teatro” la cima del arte de La Cava. A ello contribuye la ingeniosa historia de Eric Hatch, y un guion de hierro elaborado por Morrie Ryskind y el propio La Cava, con un estructura prodigiosa en el que todas las escenas sirven a un fin. Al contrario que otros films del director (siempre algo desequilibrado en palabras de José Luis Garci, introduciendo cambios de tono… ¡a veces incluso dentro de una misma escena!), esta película se desenvuelve con ligereza a lo largo del desarrollo. Todas las disgresiones y frases de carácter social tienen su contrapartida en la trama. Así, si uno de los espectadores en la Gymkhana trata a los ricos participantes de “monos”, vemos en otro momento como uno de ellos (Carlo) actúa como tal). Y las referencias al lema republicano (“la prosperidad a la vuelta de la esquina”. “Lleva allí mucho tiempo. Ojalá supiera cuál es la esquina”) tienen su contrapartida en la escena en que Cornelia amenaza a Godfrey con revelar su secreto (“Quedemos en la esquina.” “¿En qué esquina?”) Un presagio de que el destino tiene muchos giros, y que la situación social de señores y criados puede dar un vuelco de 180º.

El final, en el nuevo club social que monta Godfrey en el antiguo vertedero (“the dump”) junto al río

Como director, La Cava dirigió el film ateniéndose a las técnicas que ya había venido desarrollando desde su incorporación a la Famous Players Larsky: un rodaje siguiendo el desarrollo del guión, la utilización de música para estimular a los actores durante el rodaje y la entrega de un guión inacabado a los intérpretes. Todas estas pautas de trabajo confieren a la obra de La Cava un tono diferenciador, intransferible respecto al grueso de los directores de la época, y que permite sobresalir a sus intérpretes, que desarrollan a los personajes en el mismo orden cronológico que la narración. Un cine con otro régimen de producción que proporcionaba un mayor margen de maniobra a la figura del director, y que a la postre fue una de las causas de la prematura decadencia del director, que fue relegado por los estudios debido a que los ejecutivos no tenían capacidad de control sobre el material que supuestamente supervisaban.

LaCava, en un aparte del rodaje, dando instrucciones a los actores.

La película fue nominada al oscar en la práctica totalidad de sus principales categorías. Fue de hecho el primer film que recibió nominaciones en las categorías de actor, actriz, actor secundario y actriz secundaria. Director y guionistas también fueron nominados. Sin embargo, sorprendentemente, la película no fue nominada como la mejor de aquel año, en el que hasta 10 películas recibieron tal honor. Como si el hecho de pertenecer a un género “menor” como la comedia le impidiera aspirar a mayores prebendas. Nada de esto importó al público, que la convirtió en un fenomenal éxito de taquilla. En años sucesivos surgieron diversas imitaciones, entre ellas un título notable y olvidado hoy en día: “Merrily we live” (1938). También gozó de un remake con David Niven (“Millonario Aristócrata”, 1957), dirigido por el correcto Henry Koster, aún más superficial que el original y carente por completo de las virtudes de aquél.